En la España política actual se escucha de nuevo, y cada vez con más frecuencia, el balido interminable de los corderos y el estruendoso revoloteo de las gallinas. Hay también como un rumor de ratas que abandonan la nave monárquica de la Transición. En su día me parecieron despreciables aquellos falangistas “valerosos” que enviaron las cinco flechas simbólicas al carcaj de la Historia y se apresuraron a brincar sobre el carro del vencedor. Hoy, tras la victoria del Frente Popular hace un año y la liquidación del sistema de la Transición, ha vuelto la hora de los cobardes.
Si despreciables resultan todas esas gentes que caminan en la caravana de los asustados, habrá que medir con la misma vara a aquellos burgueses y representantes de la alta sociedad que se apresuran a nutrir las filas de la falsa izquierda y a financiar publicaciones de ese signo para asegurarse su situación en el sanchismo. La cobardía moral de la clase dirigente española resulta verdaderamente bochornosa. Cada vez son más los políticos que no se atreven a defender lo que piensan. Por el contrario, se embadurnan todos los días con maquillajes ridículos de progresismo y la esperanza de atravesar así la aduana del futuro. Son máscaras y solo máscaras que caerán cuando termine el radiante baile de disfraces en el que danza la España actual.
La cobardía moral, además, se ha extendido desde la clase política a muy amplios sectores de la sociedad entera. Es este un factor clave para entender la realidad profunda de la vida española hoy. Los padres están acobardados ante los hijos, los curas ante los fieles, los catedráticos ante los alumnos, los patronos ante los obreros. No todos, claro, ni siquiera la mayoría; pero los niveles de cobardía moral rebasan ya alturas que amenazan con la gran inundación, con el “sálvese quien pueda”, con la rendición sin condiciones.
De lo que se trata es de reafirmar posiciones, reconciliar a las familias políticas en los denominadores comunes de una acción generosa para el futuro y, entonces, invitar a los que no piensan igual a participar en la vida pública con posibilidades de vencer, no de exterminar, si el voto popular les asiste. Hay que desenclaustrar la política española, enviar a los desvanes de la Historia el triunfalismo tecnocrático de los últimos años y vertebrar la Monarquía de Felipe VI, una Monarquía libre y limpia que aborde los problemas allí donde manen. Está claro que el pueblo no quiere seguir pagando los salarios de la corrupción ni continuar a la escucha de la larga serpiente rumorosa en que se ha convertido nuestra vida política. Pero la solución a los problemas españoles en esta hora gravísima no se encuentra fuera de casa contemplando a algunos vecinos iberoamericanos… Los claveles de la libertad pueden florecer en los jardines de España junto a las rosas socialistas.
El complejo con que se flagela a sí misma la derecha española resulta absurdo si tenemos en cuenta que al menos la mitad de la Europa libre vota liberal-conservador. De lo que se trata no es de rendirse, acollonados, ante un rival mucho más débil de lo que parece, sino de organizar la convivencia sin monopolios ni exclusiones. Por eso habrá que exponer a la izquierda, a la verdadera izquierda, no a los intelectuales de cenáculo, no a los periodistas de pitiminí, no a los tertulianos de salón ni a los socialistas del caviar y el domperignon, habrá que exponer, digo, con valor y claridad un puñado de realidades incuestionables.
El despropósito de las leyes de Memoria Histórica, es decir, lo contrario de lo que significó la Transición democrática, está replanteando la fractura nacional. Los soldadores de la convivencia deben derrochar grandes dosis de prudencia, de energía y de flexibilidad, a izquierda y a derecha, para construir la nueva Monarquía de Felipe VI, la renovada Monarquía de todos al servicio de la justicia social. Los cobardes, los que corren con las vergüenzas al aire hacia las posiciones que consideran triunfadoras de futuro, pueden echarlo todo a rodar.
Por eso es necesario denunciar con urgencia a todos esos medrosos a los que se les fue la sangre a los zancajos e iniciar una campaña para extirpar de raíz la cobardía moral que asfixia hoy, una vez más, a una parte considerable de la clase política española.