Ella, la que le amaba, regresa a los cielos de su infancia. El poeta contempla la llama de sus ojos hasta que la mujer inmóvil pueda alcanzar en la vida, la muerte verdadera, la que vence a la carne, a la pena y la ceniza. Allí donde el frío fue fuego, Antonio Colinas se encuentra con el Quevedo de los oximorones: “Es hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente”.
En los prados sembrados de ojos (Siruela), el nuevo libro de Antonio Colinas, tiembla el aliento lírico del poeta, se escucha la música callada de la rima interna, se adensa en el amor lento y sosegado, el de las apretadas manos y el largo paseo por los paisajes de la tierra y del alma. Ella es la claridad de la vida, es el milagro de ser, es el templo donde la esperanza se fecunda y germina. El poeta recuerda sus brazos por la nieve encendidos, la belleza que huía bajo la doble lluvia de oro, la de los ojos del cielo y las hojas de los árboles. Antonio Colinas desdeña la cizaña húmeda y escucha el mensaje de la piedra. Transmite su fiebre al frío y habla con el silencio hasta entender la plenitud del ser en lo absoluto, Aleixandre al fondo.
Venus es solo una lágrima de sangre, de tanta sangre inútil derramada, de tanto sueño imposible. “Solo soy olvido”, escribe el poeta, que avanza entre las brasas congeladas, como Luis Buñuel, al que escuché decir: “La única dignidad es la nada. Viva el olvido”. “Estos montes en paz, estas orillas del río sosegado, los álamos temblorosos, enormes, susurrando su paz en nuestros ojos arrasados…”. Antonio Colinas hace poesía de vanguardia sobre el entendimiento machadiano de la vida. Su nuevo poemario no es un libro de nostalgias sino de melancolía. El poeta roza los dedos del cielo y de allí descuelga su calidad lírica. Ha escrito el libro del amor y de la muerte, entre el manantial de las arenas de oro. Alaba la aldea y las cosas sencillas y se aleja de la presunción y la soberbia. Sabe que el secreto del mensaje permanece encerrado en el arca olvidada, la de los días azules y el sol de la infancia de Antonio Machado.
En los prados sembrados de ojos, el poeta contempla el herbazal sepultado bajo un manto de víboras. Y se acerca al musgo espeso que quiebra las piedras seculares. “Te has extraviado –dice–. No es el oro de entonces el que debes buscar bajo el látigo del sol”. Y goza del instante de ser, en plenitud. Con la sangre embriagada, se abraza al Tagore de Zenobia y Juan Ramón, al poeta hindú de la inalcanzable vida sin límites: “Agradezco no ser una de las ruedas del poder, sino una de las criaturas que son aplastadas por ellas”. Piensa Antonio Colinas que su lección definitiva será el silencio, cuando se extinga la amada de la belleza indecible. “¿También para mis versos llegará la guadaña?”, se pregunta. Pero todavía la paloma de piedra está en el jardín que es una atmósfera de ruinas respiradas. Y de nuevo recuerda a la amada: “Te conocí en los lugares más sagrados, tumbados sobre las hojas secas del otoño, bajo un cielo tembloroso de álamos de aquella tierra y sangre en que nacimos, junto a los ríos de la adolescencia que sin cesar fluían para arrebatarnos al uno hacia el otro”. Al aire la melena sembrada de serpientes, la amada llora lágrimas de luz, mientras se adentra entre el temor y el temblor en la inefable infinitud del amor y regresa para ver qué le transmite el astillado espejo de la noche, el símbolo grabado a fuego en sus almas sedientas.
Y el poeta grande, Antonio Colinas, el inmenso poeta, se pregunta: “¿Me habré equivocado buscando el silencio? ¿No será la palabra del verso y no el silencio el grito que nos salva de la muerte?”. Como escribió Rabindranath Tagore, “cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando”. Polvo será entonces la voz de Antonio Colinas, “mas polvo enamorado”.