El poeta sabe que quien confía en lo inmortal muere de tiempo. Camina tras las huellas de los dioses extinguidos, zarandeado por el alud de la memoria. Entre las aspas del molino azul de sus insomnios, busca el oro que se fatiga en el fondo del océano. Adivina el silencio que aturde cada casa bajo la nieve confidente. Escucha la voz clandestina de su sangre y se deja caer despacio en la emboscada. Aparece entonces la amada, la de los ojos altos, la que no se anuncia en la piel sino en lo que adentro calla. Es ya el esplendor y la deriva. Recuerda entonces el poeta la belleza de las cosas antiguas, el André Breton decadente con el que se acaba el beso del espacio.
Escribí hace tiempo que Antonio Lucas era capaz de flagelar a aquel loco lúcido, Antonin Artaud, al que Pablo Picasso sacó del manicomio como al arpón de los sueños derramados. Y le habla a Baudelaire, al que recita con la insistencia del áspid abatido. En este nuevo libro —Los desnudos— el poeta se ha olvidado de sus manos de licor y niebla antigua y, aunque dedica versos a Federico, apenas recuerda aquella “boca rota de amor y alma mordida”, cuando “el tiempo los encontró destrozados”. Pero pregunta al autor de los Sonetos del amor oscuro: “Y al mirar qué ves exactamente. Qué crees que ven los muertos cuando la vida vuelca de su parte... Qué ve la nieve si te mira. Qué dicen en verdad las palabras que tú dices, su séquito de escarcha. En tu vida aún suena un hombre que llega de vivir con serena arquitectura, con fuerza deseante”. Juan Ramírez de Lucas se llama, mi inolvidado amigo. Las cosas están para ser dichas, también los resplandores, escribe Antonio Lucas, y piensa en el largo viaje de su sangre en soledad, en que el hombre es, sobre todo, su miseria, un agua que se hunde, el mar a punto de quemarse. Porque el mar se derrama en “una lágrima tan grande como el mar”, aunque “en látigo de espumas le nazcan azucenas, jardín sobre las olas de frágil brevedad”.
El poeta le susurra a la amada inmóvil: tú juraste amor a la tristeza de los parques. Después, Antonio Lucas se estremece ante la belleza atroz del tachismo de Tàpies, ya que el mito es un espejo tan cansado que de su azogue toda imagen se desclava. Se adentra, en fin, el poeta en el fango de los jazmines, en los harapos de Leopoldo María Panero y contempla cómo se devora la noche. Es la tempestad de los desnudos, huéspedes felices de la periferia, hijos transparentes de la sed.
Esparce el poeta las migajas de la Historia, del bárbaro jolgorio de una época devastada. Sabe que la muerte es la hora punta del que está vivo y asume las certezas de su tribu insomne. Le explica entonces a Alberto Conejero y a su teatro de marea que con la amistad nació la lumbre, que la nada es lo que nos espera en la misma inexistencia. “Amar es la otra vida que han hecho de su vida, y traen bajo los párpados países hechizados, el nombre de una madre cosido al agua de nacer”.
Lejos está ya el niño vendaval, el poeta del amor incierto, la sonrisa que se acreció en el olivo de la angustia. Dije hace diez años del Antonio Lucas que empezaba que era el sabor de la miel apuñalada, el júbilo de la ceniza, la nada de la conciencia y su clausura, el vértigo de la palabra deshuesada, la filigrana del vino en el costado, el éxtasis en la república convulsa de los ebrios, el calor de las brasas en la tarde tranquila, “casi con placidez de alma, para ser joven, para haberlo sido cuando Dios quiso”, cuando el crepúsculo se hace añicos y melancolía. Dije, en fin, que Lucas “es el alto oficio del olvido, la vida del estruendo y la salmodia, el rasguño de las madrugadas, la rosa negra que se cuelga del vapor estremecido, el láudano de las sombras, el estrépito del aire, el temor y el temblor de Soren Kierkegaard, el árbol adentro clavado en la cruz de los siglos y las máscaras”. Y siempre, siempre, es el poeta intenso que quiere acunar al niño de Lope, aquel que dormía al hielo.