El poeta sabe que en la amada inmóvil comienza el mundo y acaba la oscuridad. Escucha el lamento inacabado del árbol perdido y las palabras del amor incierto que, dichas en voz baja, llevan el sello de lo eterno. Contempla luego el alma transparente de Jocelyne y siente cómo nace el agua de la tierra, allí donde no llega el sonido ni la luz alcanza. Un trago de angustia le cierra la garganta y podría repetir los versos desesperados: es tan corto el amor y es tan largo el olvido. Se estremece entonces el silencio en la paz temblorosa del espacio porque no hay olvido que no nazca del recuerdo.
El poeta, José Luis Leal, camina entre los paisajes tristes de la tierra y del alma. La infinita sombra de las huellas de la amada se adensa en la brisa del mar, en las estrellas, cuando lloran los ojos de la arena presintiendo la última tempestad de los corazones amargos. Se abren paso los helechos encantados del tiempo. Golpea al enamorado la frágil esencia de la condición humana. Sabe que amar es de nuevo volver a comenzar y se pierde en las dunas movedizas del tiempo. Una tristeza infinita le invade el corazón y no quiere perderse ese fugaz encuentro con la vida que es el sueño. Piensa en ella, en su voz de mujer, en ese verso que permanece cuando la vida acaba: oh noche amable más que el alborada, oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada. Juan de la Cruz se estremece en los versos. Donde todo termina y nace el tiempo, el poeta quiebra la memoria del ocaso y clama al cielo: vive conmigo un solo instante de tu tiempo mortal.
José Luis Leal desgrana sus poemas de amor y tiembla con los versos de Yeats. Anhela llegar por fin al otro silencio y desdeña el resplandor inútil de la gloria. “La única dignidad es la nada –decía Buñuel– Viva el olvido”. El poeta se instala ya en el recuerdo de antiguas tempestades, de una última y larga despedida bajo la arrancada sombra del crespúsculo. El tiempo quebradizo acalla, otra vez, el clamor de sus sueños mientras en el cuerpo de ella se hilvanan los rayos del sol. Siempre verá bella a la amada en vilo. Late el desierto en la ciudad y murmura su tristeza. Contempla entonces el poeta el esplendor de las hojas arrastradas por el viento. Le atenaza la angustia del amor y su esperanza. Esconde las raíces de su vida y la voz tallada en el
silencio de los siglos. Pero allí está el poeta donde el presente se consume y nace la palabra.
Conocí a José Luis Leal hace casi setenta años. He seguido su vida con alegría por sus éxitos profesionales y políticos, sus innumerables éxitos. Desconocía, sin embargo, que dedicara tiempo a la poesía. Leal es un hombre sencillo, siempre constructivo, siempre razonable, un ejemplo de mesura y moderación. Su libro En Tierra de Nadie ha sido para mí un descubrimiento especialmente grato y me ha devuelto a mi primera juventud, cuando peleábamos en defensa del inolvidado exiliado de Estoril, en favor de la libertad y contra la dictadura de Francisco Franco que se hacía titular, incluso en las monedas, “caudillo de España por la gracia de Dios”.
He leído, en fin, al poeta José Luis Leal con emoción por su calidad literaria. Este artículo está escrito robando sus propias palabras, rendida mi pluma a la profundidad de sus versos de bellísimo aliento creador.