El verdadero teatro siempre ha sido un espejo colocado delante de la sociedad para reflejarla tal y como es en cada época. Juan Mayorga, que acaba de ingresar en la Real Academia Española, comparte las palabras últimas escritas por Federico García Lorca: “Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto está moribundo; como un teatro que no recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu con risas o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro”.
La tenaz actividad científica de Mayorga en el mundo de la matemática y su dedicación filosófica no emborronaron nunca su entrega al teatro, que es su gran vocación. Fundó en 1993 el grupo vanguardista El Astillero, en el que, por cierto, participó Angélica Liddell, la gran dramaturga, dos veces Premio del Festival de Avignon en Francia, y autora de un ensayo sobresaliente El sobrino de Rameau visita las cuevas rupestres, en el que, de la mano de Diderot y de Bukowski, escribe irónicamente: “El cómico carece de yo y solo posee otredad. Pertenece a una estirpe formada por tullidos, retrasados mentales, enanos, pobres diablos y seres deformes, obligados a alcanzar la carcajada estúpida de sus espectadores, la risa de reyes, cardenales, nobles, burgueses, banqueros y demás necios”.
En su discurso de ingreso en la Academia, que discurrió sobre el silencio, Mayorga elogió la obra de mi inolvidado Francisco Nieva. El gran dramaturgo desaparecido consagró la primavera en el delirio de Petrushka. Sonrió con la duda agónica de Krenek y Alban Berg. Se recreó en las sombras chinescas del Accattone de Pasolini. Calentó la piedra simbolista de Gustavo Moreau. Se mofó de la mojigatería franquista, casándose contra Geneviève Escande por el rito protestante. Le sacó la lengua al combate de Ópalos y Tasia. Con Quevedo al hombro y Falla de la mano, disfrutó de la fiesta permanente del idioma, desde la noche roja de Nosferatu hasta la tembladera virginal. Pelo de tormenta, Francisco Nieva le pidió delicadamente a la prostituta azul que se bebiera las estrellas y las escupiera después. Juan Mayorga ha superado el teatro del absurdo, el de Becket, Brecht, Ionesco o Arrabal. También el teatro de la crueldad de Artaud, aquel loco lúcido que Pablo Picasso sacó generosamente del manicomio. Quemadura ácida del cuerpo y del alma, Artaud escribió un manifiesto sobre el teatro que para los expertos supera con mucho a los de Stanislavski.
En Más ceniza, premio Calderón de la Barca, en El jardín quemado, en Palabra de perro, en La paz perpetua, que ganó el premio de referencia del teatro español, el Valle-Inclán, se enciende hasta la llamarada el talento de Juan Mayorga. Y sobre todo en La tortuga de Darwin, que es la acidez y el escepticismo de Noam Chomsky llevados a la escena. El nuevo académico vuelca en esa obra sus ideas sobre la muerte y los dioses extinguidos. Su palabra es la labranza del aire. En el osario ciego de los dogmas solo encuentra sudarios deshabitados. Sobre la piel del escritor hierven las lágrimas. Frente a los tópicos entontecedores, frente al griterío convencional y sus máscaras, frente a la tradición agria y las guerras desalmadas, el dramaturgo es el rebelde altivo, el tenaz transgresor, la palabra que polvo será, y despojo, mientras viva. Y se queda atónito ante las espadas como labios y los poemas de la consumación de Vicente Aleixandre, mientras la Oda en la ceniza de Carlos Bousoño le engendra la mirada. Entra a fondo en la realidad atroz de la vida: no saber adónde vamos ni de dónde venimos. Como el poeta azul, apenas vislumbra, cuando se enfrenta a la oscura penumbra del más allá, la luz en las estancias últimas de la muerte. De la vasta y vaga y necesaria muerte del verso de Jorge Luis Borges. Y se queda indeciso, atónito, descoyuntado, porque no sabe si la muerte es el silencio, el silencio de Dios.