Angélica Liddell es, hoy, el primer nombre internacional del teatro español. La descubrí hace muchos años. Reconocí en ella al genio y la he dedicado una docena de artículos exigentes pero asombrados. Mi inolvidado amigo Antonio Buero Vallejo, el mejor dramaturgo español desde Calderón de la Barca, no consiguió el premio Avignon que, por dos veces, ha consagrado a Angélica Liddell. Su Trilogía del infinito (Esta breve tragedia de la carne, ¿Qué haré yo con esta espada? y Génesis) que acaba de representarse en los Teatros del Canal, con éxito fulgurante, mereció una crítica justa en The New York Times, firmada por Vincentelli: “Esta breve tragedia de la carne posee una profunda y dolorida grandeza y una generosidad en la que cuerpo y mente se aceptan en todas sus variaciones… La pieza se despliega como una sucesión de escenas visualmente sorprendentes; puedes congelar el fotograma en cualquier segundo del espectáculo y obtener una composición perfecta”. No sé si habrá algún dramaturgo español que haya obtenido semejante crítica del primer periódico del mundo y el más influyente.
Acabo de leer la poesía completa de Emily Dickinson, editada por Chus Visor en un tomo bilingüe de 1.500 páginas, con prólogo sagaz y traducción rigurosa de José Luis Rey. El aliento lírico de la poeta y su pensamiento sideral que nos devuelve al cosmos engendrador supera a los dos grandes estadounidenses del siglo XIX: Walt Whitman y Edgar Allan Poe.
La Trilogía del infinito de Angélica Liddell se enciende -Esta breve tragedia de la carne- en el verso de Emily Dickinson. Las almas de la poeta americana y la dramaturga española se dan cita en el abismo del pensamiento sideral. “Tú y yo somos dos seres primitivos, Adán y Eva, que están en el principio de los tiempos y no tienen nada que ocultarse”. Ambas, Angélica y Emily, escriben un ensayo, en verso o en diálogo, de Metafísica general, de Ontología, para despellejar al ser, al ente humano y contradictorio. La obra que se acaba de representar en Madrid, admirable teatro de símbolos, es toda ella Angélica Liddell, que es un animal teatral, hostil siempre al entorno convencional. Con voluntad decidida de antisistema, escribe el texto erizado, alza una escenografía provocadora y deslumbrante, dibuja los figurines agresivos y dirige además a todos, incluso a ella misma como actriz, con sentido y conocimiento de la última vanguardia. Se rinde Angélica, Premio Valle-Inclán, a la ternura de una actriz y un actor, ambos con síndrome de Down, que recitan a Shakespeare como Romeo y Julieta y se besan de puntillas. Tiene algunos defectos la Trilogía del infinito, pero dejo a la crítica que los señale, con esa sorna con que algunos distinguen la obra de Angélica Liddell.
¡Qué teatro estamos viendo en Madrid! Es un regalo para el buen gusto literario y artístico. Coincidiendo con Angélica Liddell, me trasladé al Teatro Real para contemplar y escuchar Die Soldaten, la ópera de Zimmermann que Gregorio Marañón, Ignacio García-Berenguer y Joan Matabosch han tenido el acierto de programar, asegurándose, además, la provocación al encargar la dirección de escena a Calixto Bieito. Música arrebatadora que me sorprendió por su envergadura y aunque la calidad de las voces se fragilizaba con algunas desigualdades, el resultado general resultó brillante, incluso sobresaliente para indignación injusta de un sector del público demasiado convencional y aburguesado.
Habrá que aceptar sin acritud a esos aficionados a la ópera que solo se complacen con las obras tradicionales del circuito, las escenografías convencionales y la música, a la que no se puede negar calidad, del siglo XIX. Rechazan cualquier innovación, cuando la ópera es la máxima expresión cultural y debe estar abierta a la innovación y a la vanguardia y, por tanto, al debate y la controversia.