Antonio Gamoneda vive la soledad dentro de él mismo, mientras se siente acosado por la piel oxidada y la turbia tempestad de sus cabellos. Le preocupan todavía las hordas episcopales, ya casi extintas, y los ministerios engalanados con suicidas colgantes. Alcoholizado por su propio espíritu, camina sobre el espesor del futuro, meditando en la vasta y vaga y necesaria muerte de Jorge Luis Borges, al acecho el hombre de la esquina rosada.
Para él solo existe la eternidad del no ser. Nada le espera al cruzar la incierta penumbra del más allá. Es prisionero de sí mismo porque vivir es ir de la inexistencia a la inexistencia. El recuerdo solo habita en el olvido. Tal vez por eso huye del amor liminar colgado en las primeras trenzas de la adolescente amada, cariño herido por sus manos frías, por su ternura inversa, por su niñez ardiendo en el cabás de la ira. Soy, dice el poeta, la prisión transparente, con aguafuertes de Masafumi Yamamoto al fondo.
Para Antonio Gamoneda, el portugués Herberto Helder de Oliveira, muerto en Cascaes en 2015, autor de El bebedor nocturno, es el mayor poeta contemporáneo de Europa. Junto a él se muda a los poemas del sánscrito, del náhuatl, del habla de los sioux y otras lenguas muertas.
Se recrea Gamoneda con la poesía de Nezahualcóyotl, emperador de Texcoco. Príncipes de chichimeca, gozad del hoy, el incierto mañana no os pertenece. Retorna así Horacio y su oda a Leuconia, carpe diem quam minimum credula postero, para enzarzarse enseguida con Edgar Allan Poe, con Stéphane Mallarmé y con Antonin Artaud, el loco lúcido que vivió anegado por la sangre de los Cenci y su teatro cruel.
Bebe el poeta los venenosos líquidos finales de la edad. Frente a él, la eternidad vacía, el escepticismo abierto, la parodia tenaz del ser y del no ser. En la oquedad de la palabra desciende los peldaños de la vejez y deja la púrpura olvidada en los últimos cimacios. Su verso se hace profundo, la poesía se convierte en ontología. Corta entonces el silencio con los viejos cuchillos que le han servido para escribir este libro estremecedor: La prisión transparente, donde vuelve los ojos hacia una luz dorada sobre las grandes praderas, las que sirvieron a su lujuria estival.
Se entrega Antonio Gamoneda, desde la lucidez atroz que le acongoja, a la agonía impecable. Quiere hundir todavía sus manos en el río de los guijarros y acariciar el agua transitiva mientras arden las hebras de la luz y se enardecen las llamas en la prosperidad donde se esperguran los sarmientos.
Al anochecer, le abandona el rostro azul y también ese breve pájaro que canta oculto en el tamarindo entre la corona de las violetas, los cercales pálidos y los racimos de púrpura. La Luna otoñal entra en la boca amada, y en sus ojos nocturnos. Escucha suavemente la canción del junco amarillo mientras en los robledales se extravían los afectos y enmudece a veces la vegetación del pasado.
Los ángeles de la muerte atraviesan al poeta abatido ya por la melancolía. Desgrana sus versos Jorge Manrique. Se palpa en las viejas palabras la sabiduría de la vida. A todos nos espera la muerte que se acerca tan callando. Hasta los príncipes, escribe Antonio Gamoneda, vinieron a la vida para morir y la gente se acerca a sus propias cenizas.
Canta el poeta sobre el temblor del agua: “Yo soy Nezahualcóyotl, soy el gran pájaro de la alta cabeza, el ave que habla, y tú eres Yoyontzin, tú eres mi hijo”.
Ofrece su boca al don de la ebriedad y sabe que pronto será yerba que no reverdecerá porque entre los pétalos abiertos del cuerpo solo queda una flor mortal y rosa.
Conmocionado por la hondura de este libro excepcional, me pregunto: ¿Por qué, por qué no está Antonio Gamoneda entre nosotros, en la frágil inmortalidad de la Academia?