El corazón del poeta, maduro ya para la turbación y el milagro, tirita como un lirio ante el crepúsculo. Escucha el escritor argentino a las sirenas que cantan a la luna. Respira los aromas del pelo de la amada y contempla a las gaviotas desordenadas en música de espumas, jardín sobre las olas de frágil brevedad. En las quietas playas insaciables galopa, detrás de la tormenta, la bella fugitiva de todos sus amores. Abrazados al asombro, los enamorados se tienden en el silencio, el cuerpo de ella nocturnamente terso, rumoroso de peces destellando.
Todavía no piensa el poeta en la muerte, en la vasta y vaga y necesaria muerte del soneto de Jorge Luis Borges. Desde el amor contempla a la nada hecha dulzor, una estrella que desciende hasta los ojos de la amada inmóvil, los ojos azules como el canto de los pájaros que guardan el secreto del mar y el rastro fugaz de los dioses olvidados. La brisa vuela entre los brazos amantes. “El comienzo del tiempo son tus ojos”, dice el poeta y acaricia la cicatriz de los peces, dejada por las gaviotas nerudianas en la arena.
¿Recuerdas aquella tarde de Valldemosa, allá en el monasterio?, se pregunta la amada en el amado transformada. Navega él por los ojos del mar sin horizontes. Son dos cítaras en vuelo y en música de lluvia.
El abrazo se hace interminable. El grito del silencio apaga la eternidad y el sol. En la lluvia del amor se ilumina el ángel de las lágrimas y hace uno, solo uno, el cuerpo a cuerpo del fuego que incendia el crepúsculo. Frente al mar, mientras corren los ríos, regresa la amada con palomas azules en el pelo mientras las espadas como labios la besan en los ojos y los pájaros fugaces recorren su cintura y se ciñen a sus hombros.
Sin embargo, es tan corto el amor y es tan largo el olvido... Apretado al silencio, el fuego se apaga en la ceniza. Y de pronto todo el amor se acaba en el amor cayendo, sangre solitaria entre las hojas hasta morir la primavera. Todo es lo que ya fue. Y nada queda.
He terminado de leer los Cantos del amor maravilloso de Roberto Alifano con creciente emoción. El poeta argentino ventea a ráfagas de Pablo Neruda y de Jorge Luis Borges.
Su devoción por el autor de Residencia en la tierra es evidente. En el entierro del poeta chileno, rodeado el ataúd por los sicarios del dictador Pinochet, Roberto Alifano alzó su voz y pronunció el discurso fúnebre que despedía al autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, su gran amigo. Detenido por los esbirros pinochetistas, sufrió todos los padecimientos con valor y finalmente fue expulsado de Chile.
Roberto Alifano es el actual director de Proa, la revista que fundó Jorge Luis Borges, un año antes de que José Ortega y Gasset, la primera inteligencia española del siglo XX, pusiera en marcha la Revista de Occidente. Durante diez años, Alifano trabajó codo con codo junto a Jorge Luis Borges, el poeta que en Hombre de la esquina rosada dejó la mejor escritura en español de la pasada centuria. No se puede entender a Borges sin los libros que Roberto Alifano escribió sobre el más grande de los escritores argentinos. Produce a muchos un cierto asombro que los académicos suecos no honraran el Premio Nobel de Literatura con el nombre del autor de El Aleph y la Historia universal de la infamia.
“En estos tiempos -escribió Borges- en que los incoherentes esnobismos manchan la literatura de verborrea incontenible y pretensiones, Alifano tiene el valor de proponer una lírica pura, donde la forma y el misterio son lo más original”.
Y Pablo Neruda, el torrencial y terrestre Pablo Neruda, el inolvidado amigo que me condujo al descubrimiento de los Sonetos del amor oscuro de Federico García Lorca, añadió: “Por la poesía de Alifano pasa la transparencia de la lluvia de primavera. Universal y halado, permanente viajero de la noche y el silencio...”