Lo siento, lo siento mucho, pero no me puedo sumar a la hagiografía papanatas de Teresa de Jesús en su creación lírica. La poesía de la Santa no es desdeñable pero no pasa de discreta. La idea de su poema de mayor calado lírico y conceptual -“vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero”- se la sustrajo a Juan Escrivá, que cien años antes había escrito: “Ven, muerte, tan escondida que no te sienta conmigo, porque el gozo de contigo no me torne a dar la vida”.
La prosa de Teresa de Jesús es, tal vez, después de la de Cervantes, la más destacada del Siglo de Oro. Asombra su sencillez, la claridad sintáctica, la contenida adjetivación, la música interior. Se recrea la Santa en las formas rústicas no en las literarias. No se envanece nunca. Su estilo ermitaño, como escribió Menéndez Pidal, se refugia en la humildad y la llaneza. Un prodigio. Camino de perfección es la expresión de la belleza por medio de la palabra, el temblor del pensamiento profundo. El libro de la vida, estremece. Las moradas, sobre todo la séptima, elevan el castillo interior que la Santa edifica en el alma. Los Conceptos del amor de Dios se alzan en una tremenda meditación galopante sobre las fronteras de la teología.
Tuvo Teresa de Jesús once hermanos. Era, al decir de Francisco Ribera, “de muy buena estatura, y en su mocedad hermosa”. Estuvo dos años paralítica y “sus padecimientos físicos fueron horribles”. Como Don Quijote, se enfrascó en la lectura de los libros de caballería. Hizo frente a su padre que no la quería monja. San Francisco de Borja encauzó su vocación. Se le apareció Jesucristo resucitado. Reformó el Carmelo. Fundó 17 conventos. La orden de los Carmelitas Descalzos se extiende hoy por más de un centenar de países, con 12.000 monjas y 5.000 frailes que mantienen 1.400 conventos. En defensa de la igualdad de género, hizo frente al insoportable machismo de su época. “Basta ser mujer para caérseme las alas”, escribió. Pero lo superó todo. La admiró Cervantes. También Lope de Vega. Se rindieron a su sabiduría Góngora y Quevedo. Fue nombrada Doctora de la Iglesia por el Papa intelectual Pablo VI.
Mujer de tan grueso calibre, se evadió siempre del envanecimiento. No presumía de nada. Cosechó agria oposición entre algunos de los suyos. La priora del convento de Valladolid la increpó y la echó de allí con viento fresco. Fue también despreciada por la priora del convento de Medina del Campo. La princesa de Éboli la denunció ante la Inquisición. Sufrió las vejaciones en silencio, sin una queja.
Admiró a San Juan de la Cruz, 27 años más joven que ella. Los siglos han situado al autor de Noche oscura en el primer lugar de la historia de la poesía en lengua española. Teresa de Jesús se habría sentido especialmente complacida si hubiera podido contemplar cómo en pleno siglo XX dos poetas comunistas colocaban a Juan de la Cruz en la cabeza de la poesía española. Tuve ocasión de escuchar de labios de Rafael Alberti su admiración por el autor del Cántico espiritual. También le oí a Pablo Neruda expresar lo mismo. Y no me extraña que, conversando con el poeta de Llama de amor viva, Teresa de Jesús entrara en éxtasis. Gian Lorenzo Bernini condensó el arrobamiento teresiano en una bellísima escultura.
Poco después de su muerte despedazaron su cuerpo incorrupto, repartido ahora en numerosos lugares: Roma, Lisboa, Alba de Tormes, París, Sanlúcar de Barrameda... Se equivocará, en fin, el Papa Francisco si no viaja en 2015 a España para rendir homenaje a Santa Teresa de Jesús en su V Centenario. No será fácil encontrar ni en el mundo religioso ni en el ámbito literario a una mujer de la dimensión de Teresa de Cepeda y Ahumada, la escritora de la lengua en pedazos, al decir de Juan Mayorga, la mujer “enherbolada de amor”, que escribió como si levitara: “Cuando el dulce Cazador me tiró y dejó herida en los brazos del amor mi alma quedó rendida; y cobrando nueva vida de tal manera he trocado, que mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado”.