Durante la guerra incivil española combatió en las filas del Poum, dominada Barcelona por los grupos anarquistas. José Viola Gamón, luego ‘Manuel Viola' para su biografía auténtica, fue miliciano y comisario político. Se consideró dentro de la generación l'espoir, según la calificó Andre Malraux. La guerra tatuó la carne viva de Viola con una huella perdurable y alineó los albores de su obra en el surrealismo.
Javier Lacruz Navas ha escrito una extensa biografía sobre un artista independiente y ácido que, a pesar de olvidos deliberados y cicaterías estériles, se encuentra para la historia en el pelotón de cabeza del arte abstracto español. No quiero hacer comparaciones. Viola, tras las vacilaciones surrealistas iniciales, invadió con su personalidad poderosa todo el abstractismo y lo hizo estallar en rojos y cárdenos, en azules y grises, en los colores de la paz unas veces, de la pasión y el dolor otras, del tiempo tormentoso y la atormentada duda. Como el grito de sus grandes cuadros, él mismo fue la saeta certera y el nido del fuego. No creía en la oscura penumbra del más allá pero pasó la vida escudriñando el cosmos engendrador. Tàpies, Oteiza, Chillida, Chirino, Ferrant le deben el fulgor; sus amigos del El Paso, la zozobra. Saura, Millares, Canogar o Feito mantuvieron con él una relación discipular nunca reconocida. Manuel Rivera, el grande, nos dijo un día en casa de José Caballero a Rafael Alberti y a mí: “Viola fue el mejor de todos nosotros”.
Van Gogh quería pintar “a los seres con un no sé qué de eterno”. Cirlot lo alineaba en el expresionismo, es decir en “el arte producido por la insurrección desbordada del principio de expresión”. Rouault y Kokoschka, tan inteligentemente estudiados por Hans Platschek, se sumergieron en el abismo del ser, en el expresionismo desesperado, sin equilibrio, invadido por figuras alucinantes que producen infinita sensación de caos. Wassili Kandinsky, en su gran libro Punkt und Linie zu Fläche, serenó la obra pictórica en la pura descarga emotiva del color. Era el alba del arte abstracto. Manuel Viola se instaló ahí como explica muy bien Javier Lacruz en la biografía que hace justicia a uno de los máximos creadores del siglo XX español. “El tema -escribió Kandinsky- perjudicaba a mi pintura” y los componentes del propio Der Blaue Reiter se sumaron a esta idea resumida por Picasso: “Todo el mundo desea comprender el arte. ¿Por qué no intentar comprender la canción de un pájaro?”. Viola aprendió mejor que nadie lo que significa la sola descarga del color y dejó una obra asombrosa, no suficientemente valorada ni reconocida, a pesar de la admiración que por él sintió Joan Miró. Por eso el libro de Javier Lacruz me ha llenado de satisfacción. Ya iba siendo hora de situar a Viola en el lugar que le corresponde.
Mantuve con él largas conversaciones sobre los más diversos asuntos escudriñados por su inmensa cultura y recuerdo sus juicios sobre la Bauhaus, sobre Walter Gropius y Adolf Loos para el que “la ornamentación es un crimen”. Se esforzaba por entender la música de Webern, de Krenek, de Alban Berg y se sentía atraído por el Ragtime de Strawinski y también por el primitivismo de Ellington y Gershwin. Admiraba más a Magritte y a Chirico, también a Campigli, antes que a Dalí. Se interesaba por Beckett y Artaud. Entendía la poesía y un poco menos el teatro de vanguardia. Se alucinaba con Chagall y Max Ernst por su paralelismo con la obra literaria de Kafka, que decía: “Yo soy un pájaro del todo imposible, soy un grajo”.
Admiraba a los grandes de Estados Unidos, sobre todo a Rothko pero también al erizante Motherwell, al definitivo Pollock, al sosegado De Kooning. Y también a Guston, a Brooks, a Kline, a Stamos.
Una noche de cena e insomnio en casa de Rosa Redondo, me habló de Vlaminck y del Fauvismo. Elogió sin reservas a Henri Matisse y me subrayó un verso de Tristán Tzara, como compendio de su entendimiento abstracto de la expresión pictórica: “Capitán, haz guardia a los ojos azules”.