José María Calatrava fue solo cinco meses primer ministro en la Monarquía de Fernando VII pero cubrió un período clave de la Historia de España. Pedro J. Ramírez ha descubierto el archivo particular de aquel político, lo ha escudriñado hasta el último recoveco y ha condensado en mil páginas unas semanas decisivas durante las cuales la aventura de la libertad fracasó en España. Un arsenal de datos y citas robustecen el trabajo del periodista historiador. He leído con asombro su nuevo libro, La desventura de la libertad. Se trata de una monografía histórica de primer orden en la que destaca el rigor en el dato, la sagacidad en el análisis, la objetividad en el juicio y una escritura clara con escasas concesiones a la adjetivación y la metáfora. Ciencia de la Historia, en fin, Pedro J. Ramírez, que ya demostró su musculatura intelectual en El primer naufragio, culmina ahora una trayectoria de historiador que deslumbra por su intensidad.
El 1 de enero de 1820 triunfa la sublevación de Riego. El 7 de marzo, Fernando VII se pliega al éxito revolucionario y pronuncia la frase histórica: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. El 6 de agosto de 1822, tras escalar el poder los exaltados, el Rey encarga a Evaristo San Miguel, director del diario masónico El Espectador, la formación de un Gobierno compuesto íntegramente por masones.
Luis XVIII reacciona en Francia y afirma en la Sala de las Cariátides del Louvre: “Cien mil franceses mandados por aquel príncipe de mi familia, a quien mi corazón se complace en dar el nombre de hijo mío, están prontos a marchar, invocando al Dios de San Luis, para mantener en el trono de España a un nieto de Enrique IV y preservar aquel hermoso reino de su ruina”.
Fernando VII colisiona con Evaristo San Miguel, autor por cierto de la letra del himno del Riego, y con sus ministros a los que considera “secretarios”. Le grita a Gasco, titular de Gobernación, palabras acalaveradas: “¡Carajo, carajo. Tengo más cojones que Dios. Tengo bastantes cojones para comer a todos vosotros. Fuera, fuera, carajo!”. La reina María Amalia, a la que el Rey llama “pichoncito mío, Pepita de mis ojos y mi corazón”, escribe: “Muera la Constitución, un sistema tan insano es ruina del soberano, ruina de la nación”.
José María Calatrava, político honrado y culto, constitucionalista sincero, jurista prestigioso, confinado en Melilla durante el sexenio absolutista, hombre al que le costaba admitir que Fernando VII no cargara a los liberales de laureles sino de cadenas, recibe el 13 de mayo de 1823 el encargo de formar gobierno. El Rey se encuentra ya en el Alcázar de Sevilla porque los cien mil hijos de San Luis, al mando del duque de Angulema, han cruzado el Bidasoa, iniciando la invasión de España. El nuevo primer ministro no puede olvidar que su hermano Diego fue fusilado de espaldas y después ahorcado por los absolutistas.
A diferencia de lo que ocurrió con Napoleón, el pueblo español acepta. Esa es la gran paradoja. Ramírez la explica así: “La principal clave de este cambio de actitud… era la disposición del clero”. La Iglesia, que estuvo en contra de los principios de la Revolución francesa y combatió bravamente a los soldados napoleónicos, se muestra a favor del absolutismo, defendido por los cien mil hijos de San Luis. En Madrid, los invasores no quieren revanchas sacrificiales y se emplean a fondo para que no se derrame la sangre de los liberales porque, como escribió Galdós, hasta el bigote a lo Aznar pasó a ser “señal de francmasonismo y extranjería filosófica”.
José María Calatrava tiene conciencia clara de que “Fernando VII estaba de acuerdo con los invasores y, sin embargo, los ministros tenían que disimular que lo sabían y despachar con él como Rey constitucional”. Ante las exigencias de Angulema, Calatrava pronuncia palabras similares a las que un siglo después utilizaría Churchill, según subraya Ramírez: “La infame condescendencia a las proposiciones de los extranjeros habría manchado el honor nacional y no nos habría salvado de la ruina”.
Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Manuel José Quintana, Infantado, Calomarde, Castelldosrius, Copóns, Mejía, el duque de Rivas, Torrijos, Yandiola, Golfín, Espoz y Mina, Mendizábal y tantos otros desfilan radiografiados en las páginas de La desventura de la libertad, libro del que continuaré hablando en mi Primera palabra próxima.