Juan Ramírez de Lucas me aseguró que la relación de amor que mantuvo con Federico García Lorca -él tenía 17 años, el poeta 37- se distinguió por la apacibilidad y el sentimiento profundo. Nada tiene que ver ese amor con los Sonetos del amor oscuro, plagados de quejas, de reproches, de doloridas expresiones.
“...yo me puse a llorar y tú reías, tu desdén era un dios, las quejas mías momentos y palomas en cadena”, escribe el poeta. Y más adelante: “Mi dolor era un grupo de agonías sobre tu débil corazón de arena”. Las ausencias de Rafael Rodríguez Rapún, su actitud a veces desdeñosa, la relación íntima con mujeres, la dureza de trato, todo ello responde al verso tantas veces en lamento de Federico en sus Sonetos del amor oscuro. Cuando el amante ausente se digna en llamarle por teléfono, el poeta escribe: “...mi llanto prendió por vez primera coronas de esperanza por el techo”.
“No me dejes perder lo que he ganado -le ruega Federico a Rafael- y decora las aguas de tu río con hojas de mi otoño enajenado”. Las llagas producidas en la carne viva por el desdén del amante hacia el poeta enamorado abrasan los versos. Federico escribe: “…donde sin sueño, sueño tu presencia entre las ruinas de mi pecho hundido”. El poeta quiere “llorar” la “pena” que le sacude y convertir su “llanto” y sus “sudores” en “eterno montón de duro trigo”. Y se queja de forma estremecedora: “Que lo que no me des y no te pida será para la muerte, que no deja ni sombra por la carne estremecida”. Más tarde, Federico le dice a su amante esquivo: “…en vano espero tu palabra escrita”. Y añade: “Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas, tigre y paloma, sobre tu cintura en duelo de mordiscos y azucenas. Llena, pues, de palabras mi locura o déjame vivir en mi serena noche del alma para siempre oscura”.
En la Primera palabra de la semana pasada revelaba yo una parte, solo una parte, de la conversación que mantuve en mi despacho del ABC verdadero con Juan Ramírez de Lucas el día en que se publicaron los Sonetos del amor oscuro. Yo no sabía a quién estaban dedicados aquellos poemas que habíamos descubierto y que, por su calidad, convertían a Lorca en el primer poeta español del siglo XX, por encima de Guillén y Juan Ramón, de Aleixandre y Alberti, de Machado y Salinas. Juan me aseguró que, aunque él fue el último amor del poeta, aquellos poemas estaban dedicados a Rodríguez Rapún, el anterior amante incierto de Federico. Maltrataba Rafael a Lorca y "era tan cerdo que se acostaba con mujeres”, me dijo Ramírez de Lucas, tumultuosamente indignado, y con esa frase titulé yo mi artículo anterior.
La lectura sosegada de los Sonetos del amor oscuro, con su reguero de reproches y lamentos, reflejan la relación a veces borrascosa entre Rapún y Lorca. Parece claro que es así. Rafael Rodríguez Rapún, heterosexual, estudiante de ingeniería, soldado del ejército republicano, secretario del Teatro Universitario La Barraca, hombre de gran sensibilidad e incierto comportamiento, murió abatido por el fuego del dictador Franco un año después del asesinato de Federico García Lorca. Conviene, en todo caso no confundirse ni perderse entre las ramas. Lo de menos es la anécdota de quién fue el destinatario de los Sonetos. Lo que de verdad importa es, como me dijo en Isla Negra Pablo Neruda, la calidad de los poemas, su estremecimiento profundo, su belleza inextinguible.
ZIGZAG
Entre mis lecturas de verano, un libro a destacar: El fin del arte, de Donald Kuspit. No sé si el autor tiene razón. Desde luego, no toda la razón. Pero se ha recreado en una meditación profunda sobre el arte contemporáneo, sus contradicciones y su esterilidad. La paradoja artística que vivimos, según Kuspit, ha difuminado el arte como la más verdadera de todas las religiones. El viejo dios ha perdido la fe en sí mismo. La salida del laberinto, sin embargo, no consiste, a mi manera de ver, en el retroceso a los viejos maestros.