Con motivo de escribir mi anterior columna, dedicada a la recientemente fallecida Beatriz Sarlo, me entretuve revisando algunos de los artículos que esta ensayista publicó en El País ya hacia el final de su vida, entre los años 2017 y 2023. Son artículos desinhibidamente conversacionales, hasta el punto de que a veces pueden parecer desganados, cuando ocurre que están escritos en clave casi intimista, echando mano de su memoria.
En uno de ellos, de abril de 2022, titulado “Trampas de los versos”, cuenta Sarlo cómo, siendo adolescente, fracasó en el intento de leer Salambó, de Gustave Flaubert. La novela, dice, la “expulsó”. No pudo con ella. Mucho tiempo después, ya entrada en años, lo intentó de nuevo. “Para entonces –dice– yo había leído bien Madame Bovary y los Tres cuentos, por lo tanto creía que Flaubert no podría jugarme otra mala pasada.
Había leído mucha literatura francesa, de Chateaubriand a André Gide. Los años habían fortalecido mis ilusiones”. Pero Salambó, confiesa, la dejó afuera otra vez. “Me resultaba tan alambicada y lejana como la primera vez que abrí las tapas amarillas de la edición de Garnier. Cartago seguía demasiado lejos.”
A partir de esta mala experiencia, que muy probablemente se sumaba a otras del mismo tipo, le dio por pensar a Sarlo que, por mucho que hayamos leído, por muy grande que sea nuestra competencia como lectores, hay determinados libros para los que, sencillamente, no estamos hechos; para los que somos, por así decirlo, incompatibles.
Da igual que esos libros se cuenten entre los llamados “clásicos” o incluso formen parte de lo que entendemos por “canon”. Hay algo en su textura que los hace intolerables para nuestro temperamento como lectores. Es como si entre sus componentes se contara algún elemento que, como ocurre con ciertos fármacos, suscita reacciones adversas en nuestro organismo intelectual, o ideológico, o afectivo, o moral, hasta el punto de que no queda más remedio que concluir que padecemos intolerancia a ese elemento en particular.
Es más frecuente que el lector fracasado se revuelva desdeñosamente contra el libro que lo expulsa de sus páginas y decida que es un tostón, o un galimatías
Comparto la impresión de Sarlo. Y si la traigo a colación es porque me parece reparadora de un malestar que suele afligir a no pocos lectores esforzados que, intimidados por la unánime reputación de que goza un determinado libro, se estrellan una y otra vez en su empeño de leerlo y apreciarlo, abandonándolo a la mitad o –lo que suele ser mi caso– concluyéndolo sin haber obtenido a cambio ningún disfrute.
Es frecuente, en tales casos, ponerse uno mismo en cuestión, reprochándose no estar a la altura del texto, de sus exigencias. O lamentarse de carecer del bagaje necesario para comprenderlo. En el extremo contrario, es todavía más frecuente que el lector fracasado se revuelva desdeñosamente contra el libro que lo expulsa de sus páginas y decida que es un tostón, o un galimatías, o un acertijo para iniciados. Baste, a modo de ejemplo, observar el alivio con que tantos se acogen al consenso respecto a que el Ulises de Joyce o las novelas de Benet sólo se las tragan los pedantes, los académicos o los masoquistas.
Ni el victimismo ni la arrogancia. Ni el complejo de inferioridad ni el visceral antielitismo o antiintelectualismo con que algunos pretenden superar ese complejo. Simplemente, una cuestión de incompatibilidad, que ni nos pone a nosotros en cuestión, ni cuestiona tampoco los supuestos alicientes y valores del libro tan aplaudido del que, por incompatibilidad de caracteres, hemos desertado.
Por supuesto que esto que digo no significa que debamos renunciar de buenas a primeras al esfuerzo que, dadas su complejidad o su sutileza, reclaman ciertas lecturas para ser convenientemente disfrutadas. Ese esfuerzo suele ser premiado, las más veces, con un gratificante sentimiento de conquista, de descubrimiento, de admiración. Pero en otros casos es mejor desistir. Sin apuros, sin enfado, también sin resentimiento.