"Como hoy sabemos, las estatuas griegas que tanto hemos admirado y celebrado desde el Renacimiento no son más que copias, copias mediocres por añadidura. Copias siempre aproximadas, porque en esa época no se hacían calcos y uno se contentaba con un parecido somero, y además los que hacían el encargo no hilaban tan fino; a menudo copias de copias, cuando los originales eran de difícil acceso; copias en mármol de mala calidad o, peor aún, versiones en un mármol más barato que los costosos bronces, con la consiguiente alteración de la técnica y la necesidad de clavijas y soportes. Y es de esta legión de réplicas, Apolos de Belvedere, Hércules Farnesio, Zeus de Otricoli, Venus e Cnido, que hemos hecho nuestros ídolos y modelos. Creíamos haber heredado un museo y nos encontramos en cambio en posesión del almacén de las copias”.
Son palabras del ilustre estudioso del arte y de la literatura Mario Praz. Están contenidas en una breve crónica del viaje que hizo por Grecia en 1931, crónica que publica estos días la editorial Elba. Praz tenía treinta y cinco años cuando la escribió.
Al reeditarla diez años después, advertía al lector –sin jactancia, pero sin arrepentimiento– de “la impertinencia juvenil” que rezuman sus páginas. Su rápida peregrinación por Grecia –Atenas, Creta, Sunión, Delfos, Micenas, Eleusis, Nauplia, Epidauro, Olimpia, Patras– da ocasión a algunos deslumbramientos, pero también a un indisimulado disgusto por la miseria del país, por su cochambre.
El arte occidental se inspiró y evolucionó a partir de ruinas y de copias. No pocos de los patrones del arte clásico se fundamentan en malentendidos
Nada más lejos que estas páginas de la devota incondicionalidad del turista prejuiciosamente encandilado. Al contrario: testimonian impaciencia, aprensión, suspicacia (son los años 30, recuérdese, en un país atrasado e indigente), y la impresión general de que Grecia es “un país muy desventurado”.
Viaje a Grecia es un librito resueltamente extemporáneo, algo adusto e intemperante, no exento de pedantería pero tampoco de un humor cáustico, con leves toques de piedad y de empatía. Su lectura queda iluminada sobre todo por los destellos de una mirada perspicaz, que observa todo con una sorprendente independencia de criterio, cimentada en una cultura apabullante, una ausencia total de solemnidad y una portentosa capacidad asociativa.
Pero si traigo a colación el librito es por este pasaje que he transcrito al comienzo: todo un baño de realismo no solo para quienes se infatúan celebrando los vestigios del arte griego, sino también para aquellos cuya sensibilidad artística –y museística– permanece ligada a lo que Walter Benjamin categorizó como “aura”.
Qué magnífica ironía se esconde detrás de la displicente frase final de Praz: “Creíamos haber heredado un museo y nos encontramos en cambio en posesión del almacén de las copias”.
Copias de copias. Imposible no recordar aquí el visionario concepto de “museo imaginario” acuñado por André Malraux, y que tan bien hilvana con los análisis de Benjamin en su clásico ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936).
Desdeñando el mito de la “presencialidad” que condena y arrastra a millones de turistas a visitar ruinas y museos abarrotados (incluidos aquellos en que se exponen “copias de copias”), Malraux, mucho antes del gran despliegue de internet y de la realidad virtual, preconizaba una experiencia artística sustentada en la reproducción y en su infinita capacidad combinatoria.
El arte occidental se inspiró y evolucionó en buena medida a partir de ruinas y de copias. No pocos de los patrones del arte clásico se fundamentan en malentendidos. Como recuerda Praz, los mármoles del Partenón estaban pintados con vivos colores, las grandes estatuas estaban cargadas de ornamentos.
Puede que haga ya tiempo que el culto a la autenticidad, y el precio y las fatigas que conlleva, sean supersticiones abocadas a quedar definitivamente superadas. El futuro de los museos no podrá abstraerse de esta eventualidad.