El anuncio más o menos sensacional de la publicación de textos inéditos de un autor ya fallecido suele atraer la discusión sobre el derecho moral a dar a luz esos textos. Así ha vuelto a ocurrir a propósito del anuncio casi simultáneo de la publicación de sendas novelas inéditas de Gabriel García Márquez y de Manolo Vázquez Montalbán.
–Pero cómo, ¿a estas alturas quedaba algo por publicar de autores tan populares y prolíficos? Y enseguida surge la sospecha de que haya gato encerrado. O lo que es peor: de que el texto en cuestión vaya a iluminar zonas “oscuras” o “secretas” del autor, razón por la que él mismo se habría abstenido de darlo a la luz.
Las circunstancias que rodean cada caso son muy distintas, como demuestran los dos casos citados. Y la cuestión de cómo proceder en estas situaciones ha despertado siempre mi interés, quizás porque en mi trayectoria como editor he tenido oportunidad de trabajar en más de una ocasión con la obra póstuma de autores muy destacados.
Llevo más de dos décadas embarcado en la edición de las obras completas del escritor póstumo por excelencia: Franz Kafka, a quien resulta imposible no recordar cuando se aborda este asunto. Pero llevo años, también, haciéndome cargo de la edición en castellano de la obra póstuma de Elias Canetti, escritor celosísimo de lo que dio a publicar en vida pero que sin embargo dejó a su muerte un imponente legado.
Trabajo asimismo en la edición del legado no menos imponente de un escritor tanto o más exigente que Canetti: Rafael Sánchez Ferlosio. Y he tenido oportunidad de intervenir en la edición póstuma de textos tan problemáticos, desde el punto de visto de la razón “moral” que justifica su publicación, como los reunidos hace apenas un par de años en el volumen titulado Notas para unas memorias que nunca escribiré, de Juan Marsé. Participé también, como es sabido, en la publicación de los primeros libros póstumos de Roberto Bolaño.
Todo texto que su autor ha conservado hasta su muerte es susceptible de darse a la luz, cualesquiera sean las reservas que se oponen a ello
La experiencia habida en la edición de estos y otros autores, sumada a mi propio juicio como lector de no pocos libros póstumos cuya publicación dio lugar, en su momento, a polémicas más o menos fundadas (como la que pretendió zanjar la
edición “canónica” de El Gatopardo de Lampedusa, en el año 2002; o las que propiciaron las novelas póstumas de Ernest Hemingway), me predispone al debate apasionado sobre esta materia.
Aunque los filos de la discusión son incontables, pienso que conviene partir de la premisa de que todo texto que su autor ha conservado hasta su muerte es susceptible de darse a la luz, cualesquiera sean las reservas que se oponen a ello, pues en la naturaleza de la escritura misma está la voluntad de permanencia y de transmisión.
Eso sí: a quienes asiste el derecho legal de dar a luz un texto sin el consentimiento expreso de su autor, incluso a despecho de su voluntad más o menos declarada, debería imponérseles la obligación de publicarlo con algunas garantías, es decir, dando razón suficiente de la fecha y de las circunstancias –si se conocen– en que el texto fue escrito y conservado, de las condiciones en que se halló, y de la extensión y alcance de las intervenciones practicadas sobre el original.
A ello debería sumarse una hipótesis razonable acerca de los motivos por los que el autor desestimó en su momento publicar el texto en cuestión, o que le impidieron hacerlo.
Esta exigencia básica evitaría manipulaciones tendenciosas, allanaría malentendidos y contribuiría a determinar la posición relativa que el título en cuestión ocupa en el conjunto de la obra del escritor, no toda ella igualmente “autorizada”.
Los problemas solo empiezan cuando esta exigencia se incumple, lo cual es bastante frecuente, por desgracia.