Recibí con muchas expectativas un libro recién publicado por Siruela: El nadador como héroe, de Charles Sprawson (1941-2020). Los editores lo presentan a bombo y platillo, asegurando que “no es solo el mejor libro sobre natación que existe, sino quizá el mejor libro jamás escrito sobre cualquier deporte”. Por si fuera poco, emplean como anzuelo unas incitantes palabras de mi adorada Iris Murdoch: “Este libro espléndido y totalmente original es tan estimulante como una zambullida en champán”.
Aparecido originalmente en 1992, puede que El nadador como héroe haya perdido desde entonces parte de esa originalidad que enfatiza Murdoch, pues entretanto han proliferado los volúmenes de anecdotarios divulgativos sobre cualquier materia, deportiva o no. Y no otra cosa viene a ser, en definitiva, este libro: una prolija, apasionada y entretenida aunque al cabo fatigosa colección de anécdotas relacionadas con el ejercicio de la natación y, más ampliamente, con la afición al agua.
Resulta impactante el desfile de personalidades célebres que se revelan como nadadores o nadadoras más o menos notables. Entre ellas se cuentan, cómo no, numerosos escritores y escritoras. De ahí mi curiosidad por el libro de Sprawson, del que pensé que me serviría no sólo para documentar sino también para indagar lo que se me antoja un vínculo intrigantemente recurrente: el que se establece entre escritura y natación.
Leer se parecería más a bucear, en tanto que escribir comportaría
más bien el esfuerzo, la obsesiva determinación de quien bracea con tesón
Fue con motivo de editar el “Diario del año 2004” de Juan Marsé (recogido en Notas para unas memorias que nunca escribiré, Lumen) que me dio por pensar que el hecho de que autores como J. W. Goethe, Byron, Gustave Flaubert, Katherine Mansfield o John Cheever tuvieran una gran afición a nadar debía de ser significativo de alguna cosa. Súmense a estos nombres los de Percy Bysshe Shelley, Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant, Paul Valéry, T. E. Lawrence, Franz Kafka, Francis Scott Fitzgerald, Yukio Mishima, la ya mencionada Murdoch, Tennessee Williams, Rodolfo Fogwill o el mismo Marsé, entre tantos otros, y se comprenderá que mi sospecha no carece de base.
En sus anotaciones de diario, Marsé insiste una y otra vez en relacionar escritura y natación: “la combinación perfecta”, como él mismo la llama. Y hace la siguiente observación:“Dice Pavese que la belleza de la natación es precisamente la monótona recurrencia de una posición, y compara el acto de nadar con el de narrar [...] Este codo que surge lentamente del agua, este brazo desnudo que se eleva y luego se zambulle otra vez, esa reiterada y exacta y sincronizada forma de dejarse ver y de ocultarse para acto seguido volver a dejarse ver en la persistencia del esfuerzo, ha de ser/es el ritmo que adquiere la realidad una vez expresada, es la voluntad de explicar el movimiento de la frase enhebrando la armonía del mundo”.
Por su parte, Sprawson a menudo dice en su libro cosas que contribuyen también a sondear las afinidades entre escritura y natación. Así, por ejemplo, cuando observa que “el entrenamiento solitario del nadador, las largas horas que pasa sumergido inducen a la mente a un estado reflexivo y solitario”. A lo que añade: “Buena parte del entrenamiento del nadador sucede en el interior de su cabeza, sumergido como está en el sueño continuo de un mundo subacuático. Tan intensas y reconcentradas son sus condiciones que se convierte en presa de delirios y neurosis que trascienden la experiencia de otros atletas”.
Cuando se discurre sobre los procesos de la escritura y de la lectura, no son infrecuentes las metáforas acuáticas. Es ya un tópico decir que uno se ha “zambullido” en un texto, o que se ha “sumergido” en una novela. En cualquier caso, leer se parecería más a bucear. En tanto que escribir comportaría más bien el esfuerzo, la concentración, la obsesiva determinación de quien, en carril o en mar abierto, bracea con tesón.