La violenta campaña de desprestigio que desató la sola posibilidad de que Manuel Borja-Villel se postulara de nuevo como director del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía solo puede interpretarse en clave política. El calibre de la ofensiva liderada por el diario ABC (cuatro portadas y un editorial en menos de una semana) no deja dudas sobre la naturaleza ideológica de las burdas acusaciones lanzadas. Por lo visto, que el MNCARS se cuente entre las instituciones de referencia del arte moderno y contemporáneo internacional no vale de nada. De lo que se trataba era de despejar la plaza para su eventual ocupación por un director más afín.
Si en España hubiera debates culturales, en lugar de las habituales descalificaciones, a lo que hubiera dado lugar la eventualidad de que Borja-Villel continuara o no al frente del MNCARS hubiera sido a una discusión –todo lo apasionada que se quiera, pues la cuestión sin duda lo merece– sobre las funciones que corresponde cumplir a un museo en la actualidad. Y, más ampliamente, sobre el concepto mismo que nos hacemos del arte y del lugar que este ocupa en nuestra sociedad y en nuestra experiencia. Pues la gestión de Borja-Villel al frente del MNCARS no ha tenido otro horizonte que el de plantear esta discusión, y proponer soluciones a los retos que plantea.
Para encuadrarla convenientemente, viene muy a propósito el texto de una de las conferencias reunidas en Cultura y política, el excepcional volumen recientemente publicado por Lengua de Trapo que reúne trabajos dispersos del crítico inglés Raymond Williams (1921-1988). Me refiero aquí a una vieja conferencia dedicada a la “Teoría cultural marxista” (1973), teoría a la que Williams objeta vicios de planteamiento, entre ellos el de considerar la obra de arte como un “objeto”.
¿Acaso no lo es?, se preguntará, extrañado, el lector.
Williams no niega que por supuesto lo sea en algunos casos: una pintura, una cerámica, un edificio. Pero enseguida nos recuerda que buena parte de lo que para nosotros son manifestaciones artísticas no tiene existencia material objetiva. No la tienen, bien considerado, la literatura, la danza, la música, una pieza de teatro; no al menos propiamente.
Lo que distingue a la obra de arte es que, se trate o no de un objeto, constituye siempre “una actividad y una práctica”
“El hábito de pensar esas obras como objetos ha persistido”, observa Williams, “pues se trata de una presunción teórica básica”. Pese a lo cual, conviene advertir que “entre la realización de una obra de arte y su recepción se produce una relación activa que no es la de la producción de un objeto y su consumo”.
Lo que distingue a la obra de arte es que, se trate o no de un objeto, constituye siempre “una actividad y una práctica”. Empezamos a llamar a algo arte, y lo reconocemos como tal, en la medida en que reclama de nosotros, receptores antes que consumidores, “una percepción y una interpretación activas”.
Si se asume esta premisa, el modo más adecuado de enfrentar el análisis de una obra de arte no consiste en aislar el objeto en cuestión y luego determinar sus componentes, como viene siendo lo habitual, sino que, “por el contrario, tenemos que descubrir la naturaleza de una práctica y luego sus condiciones”. Pues cada época y cada sociedad genera condiciones nuevas que transforman el modo en que se perciben y se interpretan las obras de arte.
Williams adelantaba en su conferencia planteamientos teóricos hoy ampliamente aceptados que amplían y dinamizan significativamente el concepto tradicional de la obra de arte, que contribuyen a superar la perplejidad que a muchos suscitan todavía no pocas manifestaciones del arte contemporáneo, que orientan sobre la forma de acercarnos a él, y que sirven para explicar por qué la institución museística ya no se puede conformar con ser un simple depósito de objetos comprendidos como tesoros a custodiar y a exhibir.