Por fin, medio siglo después de su publicación en Francia, el lector en lengua española tiene la posibilidad de leer íntegro uno de los libros más asombrosos y espectaculares del siglo XX.
¿Qué es El espejo del limbo, título que ampara el ciclo autobiográfico que absorbió a Malraux durante la última década de su vida?
¿Un libro de memorias? ¿Una novela? ¿Un reportaje? ¿Un ensayo filosófico? ¿Una patraña, como no han dejado de pretender algunos?
El mismo Malraux sugirió que la respuesta más adecuada venía a ser una réplica descarada a todas estas etiquetas; es decir: unas antimemorias, una antinovela, un antirreportaje… En cualquier caso, un libro que se instala polémicamente en el centro de los más recientes debates sobre la literatura del yo, sobre los límites de la ficción y de la llamada autoficción, sobre la verdad. Un libro que arroja por la borda toda la fraseología con que en la actualidad suelen abordarse estas cuestiones y pone en su lugar un puñado de postulados sensacionales: “No me interesa gran cosa mi propia persona”, “La suprema belleza de una civilización consiste en una atenta incultura del yo”, “El hombre está más allá de sus secretos”, “Lo que escribo no es ni verdadero ni falso, sino vivido”…
“Tengo siempre la impresión de que escribo para hombres que me han de leer más adelante”, declara Malraux al frente de su libro, en un extraordinario prefacio. Y bien: nosotros somos esos hombres
Cuesta hacerse cargo, desde la actualidad, de la expectativa con que fueron recibidas, en 1967, las Antimemorias de Malraux, título de la primera entrega de El espejo del limbo. Pero es que por entonces Malraux era una estrella internacional, que detentaba a título vitalicio el cargo de ministro de Estado del Gobierno de De Gaulle.
En Francia se imprimieron 90.000 ejemplares de la primera edición, y a los pocos meses el libro contaba con traducciones en casi todos los idiomas. La versión española, publicada en Argentina, fue puntualmente reseñada, entre otros, por Mario Vargas Llosa, quien se hacía eco de un sentimiento generalizado cuando decía que el texto decepcionaba no tanto por lo que decía como por lo que callaba. Y es que la personalidad siempre eléctrica de Malraux se hallaba envuelta entonces en el aura de leyenda que le procuraba el protagonismo que tuvo en el escenario cultural y político de la irradiante Francia de entreguerras. A sus facetas de viajero y de aventurero se superponían las de escritor e intelectual refinado, experto en arte, promotor de las vanguardias, figura destacada de la NRF y de la editorial Gallimard, ganador del Premio Goncourt con La condición humana, miembro activo de la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios, creador, durante los primeros meses de la guerra civil española, de una escuadrilla de aviones que combatió por la Republica, y ya luego, durante la Ocupación nazi, jefe de brigada de la Resistencia, condecorado por su heroísmo.
¿A qué mandatario de Oriente o de Occidente, a qué líder político o religioso, a qué artista, escritor, intelectual o científico de cualquier parte del mundo no conocía Malraux personalmente? Pero he aquí que del inmenso botín de su memoria sólo exponía unas pocas joyas, no todas ellas auténticas, por si fuera poco. Y las exponía, encima, desentendiéndose de todo ademán “confesional”, sin chismes ni “revelaciones”, haciendo gala, eso sí, de su característico estilo de trapecista y de embaucador, tan irritante para muchos.
“Tengo siempre la impresión de que escribo para hombres que me han de leer más adelante”, declara Malraux al frente de su libro, en un extraordinario prefacio. Y bien: nosotros somos esos hombres y esas mujeres. Y leemos El espejo del limbo sin haber sucumbido previamente al embrujo de Malraux, más bien suspicaces con su figura ya demodé, erosionada por tantos testimonios que lo tachan de charlatán de feria y de impostor, de mitómano, de megalomaníaco. A pesar de lo cual, nos adentramos admirados en un genial artefacto literario que se anticipa varias décadas a las más conspicuas tendencias literarias de la actualidad, con las que conecta estrechamente a la vez que las subvierte. Y es que, más atraído por su conciencia que por su intimidad (“a mi memoria siempre le cuesta evocarme a mí mismo”), Malraux se nutre de su propia experiencia –y de su propia leyenda– para hilvanar una atrevidísima reflexión sobre “las preguntas que la muerte hace al sentido del mundo” y sobre la resistencia que el arte presenta a la muerte en cuanto agente de la única trascendencia capaz de ofrecer consuelo al margen de la religión.
El cauce de esta aventura espiritual es un prodigioso travelling del siglo XX en el que, conversando con algunos de sus más caracterizados representantes –Nehru, De Gaulle, Mao Zedong, Picasso–, el autor, testigo directo de tantos acontecimientos, medita sobre la Historia, sobre las guerras y el Holocausto, sobre los procesos de descolonización, sobre las relaciones de Oriente y Occidente, sobre el choque de civilizaciones, sobre la emergencia de la India, de África, de China, sobre la crisis del modelo eurocéntrico y del individualismo a que dio lugar, sobre la irresistible pujanza de las viejas y nuevas religiones.
La fórmula felizmente ensayada en las Antimemorias desató en Malraux todo un torrente asociativo que lo impulsó a continuar el recorrido emprendido alrededor de los hechos y lugares decisivos de su existencia, a los que regresa sin ningún orden, conforme a una dinámica en espiral que en su discurrir amalgama elementos rigurosamente testimoniales y biográficos con otros imaginarios o abiertamente especulativos, en lo que viene a constituir un género mutante, que adelanta y combina procedimientos ensayados luego por escritores como Naipaul, Coetzee, Carrère o Calasso.
La soga y los ratones, segundo tomo de El espejo del limbo, reúne el contenido de cuatro títulos (La hoguera de las encinas, La cabeza de obsidiana, el impresionante Lázaro y Huéspedes de paso) que en su día se difundieron en español de forma irregular y accidentada, por lo que resultan escasamente conocidos, a pesar de ser tan extraordinarios como las Antimemorias. La edición completa de todo el ciclo autobiográfico en Debolsillo, en una versión íntegra y con garantías, debería ser saludada y celebrada como un sensacional acontecimiento.