¿Sigue siendo sexy leer?
La última superproducción de Ridley Scott, El último duelo, ambientada en el siglo XIV, contiene, como era de esperar, un buen puñado de escenas trepidantes, anegadas, eso sí, por la bochornosa y cómica inverosimilitud de otras muchas. Entre estas últimas se cuenta la del galanteo de Jacques Le Gris (Adam Driver) a Marguerite (Jodie Comer), la mujer de su viejo amigo Jean de Carrouges (MattDamon). La escena tiene lugar durante una especie de festejo al que concurren los protagonistas. La comida está servida en forma de buffet libre, y durante un rato en que Marguerite se queda a solas, sirviéndose ella misma delicatessen, Le Gris se aproxima a ella y la corteja por vez primera.
Le Gris, de extracción humilde, debe buena parte de su ascendente sobre el conde Pierre d’Alençon (Ben Affleck), a quien sirve como escudero, al hecho de haberse formado como clérigo antes que como guerrero y cortesano, por lo que sabe leer y escribir, domina el latín y es además un eficaz contable. La bella Marguerite, hija de un noble caído en desgracia, es por su parte una muchacha instruida, competente en toda suerte de labores y, por si fuera poco, aficionada a la lectura. Este es uno de los motivos por los que le resulta tan atractiva a Le Gris, que en su primer acercamiento a ella opta por explotar esta afinidad entre ambos.
El cortejo deviene enseguida un breve intercambio de impresiones sobre dos libros famosos en aquella época: el Roman de la Rose (extenso poema alegórico del siglo XIII) y –creo recordar– Perceval, que a Marguerite se le antoja mucho más afortunado y “exigente” (este es el término que, inesperadamente, emplea).
Más adelante, conforme crece la atracción que Marguerite ejerce sobre Le Gris, una de las razones por las que éste se siente con derecho a pretenderla es tener constancia de que, mientras ella es una mujer sensible y leída, el caballero Carrouges, con quien se ha casado, es –como tantísimos otros caballeros y nobles de su época– analfabeto, y encima tosco, colérico y más bien simplote. Nada que ver con el apuesto Le Gris, quien siente que él y Marguerite son almas gemelas.
Dejemos de lado aquí la ya aludida inverosimilitud tanto del planteamiento general de la escena como de sus detalles. Lo que me llama la atención es el hecho de que, en una superproducción de estas características, destinada al consumo popular, y por lo tanto diseñada conforme a los patrones de la cultura de masas –que justifican las incontables licencias que tanto el guion como la puesta en escena se permiten respecto a lo que cabe entender por decoro histórico–, se subraye de modo tan explícito e insistente el glamur que supuestamente entraña la actividad de leer, y la ventaja que confiere a quien la practica.
Resulta hasta cierto punto consolador que la imaginación popular, a la que el guion de una película como esta no le cabe sustraerse, testimonie aún este respeto, esta fascinación incluso, por la lectura. Que se trate aquí de una película de ambientación tardo medieval, de una historia y de unos personajes muy alejados del presente, no cuestiona en absoluto esta observación. Al fin y al cabo, la película proyecta sobre un pasado remoto una cuestión de “candente” actualidad: el precio que las mujeres deben pagar por denunciar los abusos de todo tipo que padecen por parte de los hombres.
“Leer es sexy”, rezaba el eslogan de una de tantas campañas de fomento de la lectura que los gobiernos y gremios del libro promueven periódicamente. Cualquiera diría que una consigna como esta sigue surtiendo efecto. El caso es que la industria editorial sigue dando muestras de salud; en las grandes y medianas ciudades no dejan de inaugurarse librerías, no pocas de gran tamaño; los pronósticos agoreros acerca de la masiva irrupción del libro digital no se han cumplido, y entretanto no dejan de proliferar pequeños sellos.
La pervivencia del libro convencional parece asegurada, al menos a medio plazo. Pero lo realmente significativo es que el acto mismo de leer siga irradiando prestigio, y que la lectura siga siendo considerada, todavía hoy, una herramienta de desclasamiento.
¿Será posible?
Cuesta creerlo, pero…