Ídolos y estatuas
En un pasaje de La soga y los ratones, la continuación de sus Antimemorias (que Debolsillo planea publicar próximamente, por vez primera íntegras en castellano), Malraux recuerda que a mediados de los 60, mientras visitaba el entonces recién inaugurado Museo Nacional de Antropología de México, por entonces “uno de los más modernos del mundo”, observó atónito cómo algunos indios circulaban por él llevando flores a unos ídolos que, para ellos –dice Malraux–, “aún no se habían convertido en estatuas”.
Al hilo de esta observación, se pregunta: “¿Y si pudieran depositarse ofrendas en nuestros museos, y los dioses y las tumbas acogiesen aún a sus fieles…?”.
¿Y si igual que se depositan flores en las capillas de las catedrales, fueran a ponerse al pie del 'Guernica' en el Reina Sofía?
Él mismo se responde: “Cuanto vamos resucitando iría recibiendo flores que se convertirían en sustitutas del templo, la catedral o el palacio perdidos”. Y enseguida añade la siguiente consideración: “Sorprendente época ésta, que toma sus estatuas de las antiguas artes funcionales del alma… ¡Hace tantos años que Afrodita es una escultura!… Únicamente a nuestra civilización, a su gusto por lo misterioso y a su rabiosa afición por el pasado, podemos achacarle que el pasado del arte esté lleno a rebosar de ídolos desacralizados, que con tanta fluidez han pasado del más allá de los dioses o de los muertos al del arte”.
Resulta enormemente sugerente esta sesgada visión de los museos de arte antiguo como cementerios de ídolos y divinidades.
Resulta enormemente conmovedora la imagen de esos indios llevando flores por las salas del Museo Nacional de Antropología de México.
¿Importa que sean ídolos o estatuas?
Al comienzo de Otoño, la primera de las cuatro novelas que componen el Cuarteto estacional de Ali Smith (Nórdica), Daniel Gluck, uno de los personajes que la protagonizan, recuerda haber viajado a París “con una de tantas mujeres que había querido que lo amasen”. La relación no prosperó “por una cuestión de profunda incompatibilidad”, dice. “En el Centro Pompidou le había conmovido tanto la intensidad de una pintura de Dubuffet que se descalzó y arrodilló ante la obra para mostrarle su respeto, y la mujer, que se llamaba Sophie algo, se avergonzó y en el taxi al aeropuerto le dijo que ya era demasiado viejo para descalzarse en una galería de arte, aunque fuese arte contemporáneo”.
¿Y si en lugar de descalzarse hubiera depositado unas flores?
¿Y si del mismo modo que se depositan flores en las capillas de las catedrales o sobre las tumbas de según qué artistas o escritores, fueran a ponerse al pie de la Virgen del Prado de Rafael, en el Museo del Prado, o, por qué no, al pie del Guernica de Picasso, en el Reina Sofía?
En una entrevista que meses atrás hiciera Marcelo Expósito a Manuel Borja-Villel, director del MNCARS, recordaba éste que el Reina Sofía fue antes un hospital, y que cuando se inauguró se criticó mucho que todavía tenía un regusto de arquitectura hospitalaria. “Sin embargo, esta condición de consistir en un lugar para curar tiene en este momento más sentido que nunca. Quizá deberíamos volver a ser un hospital aunque lo seamos de otra manera”, decía Borja-Villel.
Es difícil imaginar en qué sentido piensa Borja-Villel que un museo de arte contemporáneo pueda convertirse en “un lugar para curar”. Sospecho que sus ideas a este respecto miran en una dirección muy distinta, si no opuesta, a aquella hacia la que apunta provocadoramente Malraux en el pasaje citado. Y sin embargo, ¿no podría contarse entre las diferentes estrategias destinadas a “establecer dentro de la institución otro tipo de tiempos y de relación”, como pretende Borja-Villel, la de reconectar al espectador, si no con la experiencia de lo sagrado, sí con cierto grado de la espiritualidad que no han dejado de explorar algunas de las más radicales propuestas artísticas contemporáneas?
Malraux evocaba la anécdota del Museo Nacional de México a propósito de Picasso, acerca del cual dice que cuando hablaba de pintura no quería decir arte ni belleza. “La pintura había capturado la belleza del mismo modo que había capturado la religión, y en épocas prehistóricas ‘ni se sabía lo que había capturado’. A Picasso le bastaba con tener la certeza de que estaba capturando algo del mismo modo que lo habían hecho los pintores de las cavernas”.