Un jugoso artículo de Luis Magrinyà publicado en Babelia me recuerda que hoy, 5 de mayo de 2021, se cumplen doscientos años de la muerte de Napoleón en la isla Santa Elena, donde permanecía desterrado. La causa de su muerte fue muy probablemente un cáncer de estómago, si bien aún goza de predicamento la hipótesis de que fuera envenenado con arsénico. En cualquier caso, debió de padecer en sus últimos días fuertes dolores, y su aspecto debía de ser tétrico. En un apunte de La provincia del hombre, Elias Canetti se lo imagina en su agonía “moribundo, horrible, como si nunca hubiera sabido nada de la muerte, como si la experimentara por primera vez”. Él, que tan impasiblemente contemplaba los campos de batalla sembrados de cadáveres.
Se cuenta que tras la sangrienta batalla de Eylau contra el ejército ruso, en la que se estima que se produjeron más de cuarenta mil bajas entre los dos bandos, Napoleón, enterado de que cerca de veinte mil de esos cuerpos desperdigados sobre el terreno eran franceses, dijo: “Todo esto lo remedia una noche de París”. Ferlosio recordaba a menudo estas palabras, siempre con indignación. “Su inmenso amor a Francia [el de Napoleón] comportaba que para éllos franceses no contasen más que como sumandos en el censo; mientras se mantuviese el índice de productividad genética preciso para suplir las bajas y cubrir las vacantes, todo –o sea, Francia– seguía marchando bien”.
Son los franceses mismos, sin embargo, los que, según las encuestas, señalan a Napoleón como su héroe histórico más admirado, por encima de De Gaulle y de… ¡Luis XIV! “Napoleón Bonaparte forma parte de nosotros”, declaraba Emmanuel Macron hoy mismo, en un solemne discurso conmemorativo lleno de pasajes espinosos, dedicado en buena parte a contener los excesos revisionistas.
Ferlosio y Canetti, en tantos aspectos afines, detestaban a Napoleón. En el caso de Canetti se trataba, según sus propias palabras, de la aversión más antigua de su vida. No había cumplido los siete años cuando la experimentó, conforme recuerda en La lengua salvada. Y eso que entre las veneraciones más intensas de Canetti, casi tan perseverante como su odio a Napoleón, se cuenta la que sentía por Stendhal. Precisamente por Stendhal, cuya vida y obra se hallan íntimamente imbricadas con la figura de Napoleón, por quien nunca dejó de sentir una irresistible fascinación.
Ferlosio y Canetti, en tantos aspectos afines, detestaban a Napoleón. En el caso de Canetti se trataba de la aversión más antigua de su vida
Hace un par de años me correspondió prologar Napoleón. Vida y memorias (Debolsillo), un volumen que reúne los dos intentos que hizo Stendhal, con casi veinte años de intervalo, de escribir una biografía de Napoleón. Aprovechaba yo para especular sobre las razones por las que Stendhal abandonó las dos veces su propósito, que tanto parecía adecuarse a sus dotes de escritor. Las dos veces fracasó a la hora de narrar al hombre que sustentaba el mito que él mismo adoró.
“El amor a Napoleón es lo único que ha perdurado en mí”, escribe Stendhal al frente del segundo de sus amagos biográficos, “lo que no me impide ver los defectos de su espíritu y las mezquinas flaquezas que pueden reprochársele”. Corre el año 1837, y el autor de Rojo y negro rememora los años de su juventud a través de la de su héroe, centrándose sobre todo en la Campaña de Italia.
Como observara Consuelo Berges, cuando Stendhal escribe las Memorias sobre Napoleón (así se titula su segunda intentona biográfica) la pasión por su héroe era ya “una pasión de tipo lírico-épica, fundada en las proezas militares de Bonaparte y en los recuerdos personales”. Era, además, una pasión polémica: un modo de oponerse a la sociedad venida después.
Puede que Stendhal sea la auténtica, la única gloria real de Napoleón, cuyo mito fecunda e ilumina indirectamente su obra extraordinaria. El mismo Stendhal, puesto en el papel de historiador, debió de sentir la endeblez de su personaje, su íntima vulgaridad. Constataría con su propia mano, en su propia carne, que el mito viene a ser lo contrario de la Historia.
“Aborrezco a Napoleón como tirano, pero le aborrezco apenas con los documentos en la mano”, anotaría Stendhal sepultado entre esos mismos documentos. Aburrido con ellos, se pondría a escribir de un solo tirón La cartuja de Parma.