Dada la influencia menguante de una crítica cada vez más disminuida, el sistema literario no cesa de ingeniar fórmulas de consagración que cuando menos aparenten cierta autonomía respecto a las lógicas del mercado. La verdad es que las que proliferan no son demasiado imaginativas, y casi siempre adoptan el formato de un premio, qué se le va a hacer. Dejemos de lado, por esta vez, los premios que conceden las editoriales, sobre los que ya se ha dicho casi todo lo que tiene que decirse, por mucho que nadie tome nota y haya que repetirlo a cada rato. Dejemos de lado, también por esta vez, los premios que conceden las instituciones públicas, que pocas veces deparan sorpresas, pues tienden a consagrar la obviedad. Los más conspicuos, entre los que restan, son los premios que conceden algunas fundaciones, si bien con criterios tan previsibles como los de las instituciones públicas. La impresión que se obtiene desde fuera viene a ser la misma: pedazos de pastel que se reparte un reducido número de candidatos, de los que se espera que atraigan la atención de la prensa cultural.
La semana pasada le fue concedido a César Aira el Premio Formentor. La noticia me llenó de satisfacción. Siento mucha admiración por Aira y me imagino quelos 50.000 euros con que está dotado el premio le habrán supuesto un alegrón. Al margen de eso, premiar a Aira, a estas alturas, antes que contribuir a su consagración contribuye a prestigiar el premio, como suele ocurrir en estos casos. Un premio que en su nueva etapa se cuida muy bien de llover sobre mojado: Fuentes, Goytisolo, Marías, Vila-Matas, Piglia, Calasso… (aunque, ¿qué demonios hace allí en medio el cursi de Alberto Manguel?), de manera que se suma a tantos otros diseñados como una pasarela de famosos que emiten relumbrón.
Premiar a Aira, a estas alturas, antes que contribuir a su consagración contribuye a prestigiar el premio, comosuele ocurrir en estos casos
En lo que cabe, César Aira es una opción de lo más plausible. Bien por el jurado, pues. No me perderé ni el discurso ni las declaraciones de Aira, cuyos circuitos mentales son siempre insólitos. Por lo demás, ¿quién demonios está detrás de este Premio Formentor? Me dicen que dos familias de hoteleros, vinculadas en su momento al famoso hotel de lujo en que se celebraron, en los años 60, las legendarias Conversaciones de Formentor, en cuyo marco se concedía el premio que diez años atrás se decidió recuperar. ¿Cultura vintage? Me suena a que algo hay de eso: una carcasa de época a la que se le ha puesto un motor nuevo y que funciona conforme a un mecanismo que poco o nada tiene que ver con el que antes la impulsaba. Un bibelot cosmopolita, puramente ornamental, que se ha quedado sin su emblemática sede histórica y se concederá este año… ¡en Túnez!
Más interesante me parece otro premio concedido también la semana pasada, esta vez en Barcelona, en el marco de la recién inaugurada librería Finestres, que ocupa al parecer un local despampanante, y detrás de la cual está, me dicen, el empresario farmacéutico y “mecenas” Sergi Ferrer-Salat. El Premio Finestres de Narrativa se concede a dos libros publicados el año anterior, uno en castellano y otro en catalán, y está dotado con 25.000 euracos cada uno. Una cantidad bastante sustanciosa para libros que ya están en circulación, y que por una vez no resultan todo lo obvios que cabía temer. El premio de narrativa en castellano se lo ha llevado la argentina Camila Sosa (Las malas, Tusquets), y el de narrativa en catalán, Albert Pijuan (Tsunami, Angle). Ninguno de los autores me suena, lo cual parece que se halla de algún modo en el espíritu del premio, que se concede, leo, “con la intención de dar una segunda vida a grandes libros que hayan podido pasar desapercibidos”. Un objetivo que al menos se desmarca estentóreamente de los que suelen animar la mayor parte de los premios literarios más conocidos y que por eso mismo genera una razonable expectativa que sin embargo se ve lastrada por lo que sigue siendo el nudo gordiano al que se enfrenta la fórmula “premio” en cualquier modalidad: la problemática autoridad del siempre antojadizo jurado y de los mecanismos que orientan su criterio, en los mejores casos caprichosos.