Aunque por lo general menos conocida y apreciada que la de crítico de arte, la faceta de Baudelaire como crítico literario es también admirable y lo confirma como nuestro semejante, nuestro hermano. La manera en que Baudelaire lee a sus contemporáneos, la panoplia de recursos que emplea para sus comentarios, la amplitud y movilidad de su punto de vista, la agudeza de su criterio, resultan a menudo asombrosas, y hasta tal punto afines a nuestro oído que costaría muy poco reseñar según qué novedades de la actualidad empleando extensas citas literales de sus artículos. Cualquier día me atrevo a intentarlo.
Por lo demás, su receptividad a las tendencias del momento desborda el horizonte de sus intereses más propios, de sus propias estrategias como poeta, y lo mueve a apreciar voces y maneras que poco o nada tienen que ver con las suyas. Así ocurre, por ejemplo, con su amigo Pierre Dupont.
Más que poeta, Dupont era un chansonnier, una especie de cantautor, en un sentido relativamente cercano al que hoy sirve para calificar así a, pongamos, Georges Brassens. O a Labordeta, o a Javier Krahe… Sus canciones (algunas de ellas se pueden escuchar en Spotify) formaron parte de la banda sonora, por así llamarla, de la revolución de 1848, y luego de la Comuna. La admiración que por ellas sentía Baudelaire no ha sido bien comprendida por parte de muchos, que la atribuyen a un simple reflejo de sincera amistad o, más plausiblemente, a una secuela de sus transitorios fervores revolucionarios. En su búsqueda de un ideal de poeta moderno, Baudelaire habría considerado episódicamente el del poeta ciudadano, capaz de representar al pueblo y expresar sus aspiraciones y sus sufrimientos (“todo poeta verdadero debe ser una encarnación”, diría).
Pero Baudelaire escribió dos veces sobre Dupont, con más de diez años de diferencia, y en la segunda ocasión (corría el año 1861), ya apagados los fervores de 1848, expresa su admiración con la misma contundencia que en la primera. Aun hallándose su propia poesía en las antípodas de la que practica Dupont, aun consciente de la tosquedad e incluso de la ripiosidad de las composiciones de éste, celebra sin embargo la manera en que “la espontaneidad de su alma encuentra la expresión, el canto, el grito, destinados a grabarse eternamente en todas las memorias”.
En su intempestivo aprecio por Dupont (de su álbum Los campesinos dice que “estaba escrito en un estilo claro y decidido, fresco, pintoresco, crudo, y la frase era llevada, como un jinete por su caballo, por medio de melodías de un gusto ingenuo, fáciles de recordar”), en su modo de celebrar la forma en que su poesía reivindica la canción (pero “no la canción del que se llama a sí mismo hombre de letras, doblado sobre una mesa escritorio oficial y haciendo uso de su ocio de burócrata, sino la del primer recién llegado”), en su reconocimiento de que, con sus canciones, Dupont contribuyó a “orientar nuevamente la atención del pueblo hacia la verdadera poesía”, Baudelaire revela, como en tantas otras cosas, una sensibilidad francamente moderna. Uno se lo imagina aplaudiendo desinhibidamente el que se le concediera a Bob Dylan el premio Nobel de literatura.
Por lo demás, al celebrar los méritos y el éxito de Dupont, Baudelaire llama la atención sobre un aspecto esencial de su poesía: la alegría. “Es un hecho singular esa alegría que se respira y domina en las obras de algunos escritores célebres”, observa, pensando también en Balzac. “Por grandes que sean los dolores que los sorprenden, por penosos que sean los espectáculos humanos, su buen temperamento lleva las de ganar, y algo quizás mejor, un gran espíritu de sabiduría.” Una apreciación tanto más valiosa en cuanto al hacerla Baudelaire ya había sucumbido a la influencia catalizadora de Edgar Allan Poe, quien en su famosa “Filosofía de la composición”, texto crucial para el autor de Las flores del mal, dice que el de la tristeza es el tono más apropiado no sólo para la poesía, sino en general para la belleza.
Desentendiéndose de este supuesto, Baudelaire, quién lo diría, saluda a Dupont con entusiasmo, y junto a él al ímpetu y al júbilo contagioso de la canción popular.