Mercancía
La casualidad dispuso que en dos días consecutivos mantuviera instructivas conversaciones con personas vinculadas al mundo del libro que tienen sobre él perspectivas bastante distintas de la mía. La primera de esas conversaciones fue con un escritor de éxito; la segunda, con un alto ejecutivo editorial, responsable de varios sellos comerciales orientados a las superventas.
El escritor de éxito me contaba de las tournées a que se ve abocado cada vez que saca nuevo libro. Me decía que se brinda a ellas con buen talante, persuadido de su función y su eficacia. Por supuesto que ni en Madrid ni en Barcelona la presentación de ninguna novedad tiene el más mínimo impacto; el número de las que se celebran a diario es tal, que apenas cumplen un papel ritual, deslucido por la endémica escasez de público. En ciudades menos capitales, sin embargo, ya no digamos en las cabezas de provincia, las presentaciones de libros suelen estar atestadas, se forman colas de compradores que aguardan a que el autor les firme un ejemplar, y en general se establece una contacto vivo y fértil con los lectores y los libreros, siempre ufanos y agradecidos por la visita.
Todo esto, más o menos consabido, me lo contaba el escritor de éxito en prueba de que, cada vez más, la fortuna de un libro, por poco conocido que sea el autor, depende de la capacidad que éste tenga para –con el apoyo de su editorial– promocionarlo en persona, invirtiendo en ello un tiempo y un esfuerzo significativos. Ni la publicidad ni mucho menos la crítica, por favorable que ésta sea, tienen apenas incidencia en comparación con la presencia misma del autor. Si éste, encima, posee cierto atractivo, o simpatía, o lo que se entiende por don de gentes, ya ni digamos.
El escritor convertido en viajante de comercio de sí mismo. La figura no es ni mucho menos nueva. Resultaba familiar ya en el siglo XIX. Lo nuevo sería, en todo caso, la identificación cada vez más directa entre libro y autor, la necesidad cada vez más imperiosa que el escritor tiene de exponerse a sí mismo como mercancía.
Lo realmente nuevo es la dimensión que esto va adquiriendo con el relieve que hoy tienen las redes sociales. El alto ejecutivo editorial con el que conversaba el día siguiente de hacerlo con el escritor de éxito me decía que estas tournées de las que vengo hablando apenas son el chocolate del loro cuando entran en juego las redes con su enorme potencial de influencia. En la actualidad, por lo visto, los nuevos escritores de éxito (el que conversaba conmigo es ya un veterano) dedican un buen número de horas diarias –ya no el ocasional par de semanas que dura por lo general una tournée de promoción– a mantener muy activas sus cuentas de Twitter y de Instagram, tomándose el trabajo de responder siempre a sus seguidores, al tiempo que los informan puntualmente de los progresos en el libro que estén escribiendo, de todos sus movimientos, de su “vida y milagros”, como antes se decía.
El trabajo de promoción, así, tiende a equipararse cada vez más al de creación, al menos en cuanto a volumen. Y ello hasta tal extremo que el alto ejecutivo editorial veía cerca el día en que, por grande que sea el potencial comercial de un libro (me refiero a un libro con vocación de superventas), si el autor no está dispuesto a volcarse en las redes no valdrá la pena apostar por él.
Estamos hablando aún de escritores hasta cierto punto convencionales. Pero van llegando en tromba los influencers que simplemente ponen su imagen y su firma a productos prefabricados, ellos mismos convertidos en sola y pura publicidad de sí mismos y sus marcas patrocinadoras.
¿Para qué escribir cuando basta con publicar?
Libros de escritores que no escriben destinados a lectores que no leen. Parece una paradoja chistosa, pero la gran industria editorial viene orientándose en esta dirección, por insensato que parezca.
Conviene tenerlo en cuenta cuando algunos despistados hablan del libro como si de una especie amenazada se tratara, un tigre blanco.
Pero es que los hay que todavía piensan que hablar de libros es hablar de literatura.