Releí días atrás El primer hombre, de Albert Camus, de cuya publicación se cumplen ahora 25 años, qué barbaridad. Nada ha decepcionado el emocionado recuerdo que tenía de la novela, una autobiografía apenas encubierta, como es sabido.
En mi caso al menos, Camus es de esos autores a los que regreso lleno de aprensiones, dada la intensidad con que lo leí siendo aún muy joven. Algunas de sus obras se resienten del paso del tiempo, no digo que no, pero el conjunto resiste, vaya si resiste. En cuanto a El primer hombre, publicado póstumamente, es un libro extraordinario, realmente extraordinario, aun habiendo quedado inconcluso. Impresionan la integridad con que Camus conservaba dentro de sí al niño que fue, sus recuerdos tan palpitantes de Argel, de su luz, de la miseria. Terminada mi relectura, no pude menos que releer por enésima vez El verano y Bodas, que reúnen textos muy conectados con El primer hombre, y de nuevo quedé deslumbrado por la dicha tan genuina que irradian, por su vitalidad tan contagiosa. Muy pocos han expresado la belleza y la dramaturgia del Mediterráneo como Camus.
En El primer hombre, cuando se narran los años de liceo de Jacques, el protagonista, hay unas páginas dedicadas a los días en que él y su inseparable amigo Pierre iban a la biblioteca municipal para proveerse de los libros que en su casa mal podían procurarles. Tiene mucho interés el modo en que Camus reconstruye la forma en que dos adolescentes de origen muy humilde, sin apenas guía para armar su criterio como lectores, orientan sus primeros pasos como tales.
Hay una estética de la avidez que no atiende a florituras. De lo que Camus habla es de esa envidiable mezcla de codicia y glotonería que tantos buenos lectores conocen. Acierta Camus con la comparación gastronómica
Pero quiero destacar ahora un pasaje relativo a su relación con los libros mismos: “La forma en que el libro estaba impreso informaba ya al lector del placer que le proporcionaría. A Pierre y Jacques no les gustaba la composición aireada, con grandes márgenes, en que se complacen los autores y los lectores refinados, sino las páginas llenas de caracteres pequeños, alineados en renglones poco separados, llenas hasta el borde de palabras y de frases, como esos enormes platos rústicos donde pueden comer varios a la vez y durante largo tiempo sin agotarlos jamás, y que son los únicos en calmar ciertos apetitos enormes. De nada les serviría el refinamiento, no conocían nada y querían saberlo todo”.
Me dedico a editar y cuidar textos, a ocuparme de su adecuada puesta en página, velando por sus correctas presentación y funcionamiento, por su legibilidad. De entrada, lo que dice Camus acerca de los gustos de esos dos niños parece atentar contra los principios del buen arte de hacer libros y, sobre todo, contra las tendencias más consolidadas en el actual mercado editorial, que parece asociar la legibilidad al tamaño de la letra. Pero no es así, en realidad. Ya en su día, Manuel Florensa, excelente tipógrafo –suyo es el magistral diseño de la Biblioteca Clásica de la Real Academia–, me enseñó que la buena tipografía no es ni mucho menos incompatible con el máximo aprovechamiento del espacio que brinda la página, más bien al contrario. Habría mucho que decir a este respecto, en el que prosperan, me temo, demasiados malentendidos. En cualquier caso, basta observar los volúmenes que devoran los lectores de best-sellers para entender el placer al que alude el pasaje citado. Y luego están las clásicas ediciones de bolsillo, naturalmente, en las que un principio de economía invita a condensar el texto todo lo posible.
Hay una estética de la avidez que no atiende a florituras. Los problemas de vista sin duda pueden ser factores determinantes a la hora de optar por un libro compuesto con grandes caracteres y una generosa interlínea. Pero de lo que Camus habla es de esa envidiable mezcla de codicia y glotonería que tantos buenos lectores conocen y que afortunadamente no siempre pierden con la juventud. Acierta Camus con la comparación gastronómica. Hay cierto modo de leer que tiene que ver con el gusto de leer mucho y de tener mucho por leer. Y ese modo de leer reclama a su vez un tipo de libro cuya funcionalidad y belleza, si está bien hecho, en nada desmerecen las del más remilgado y opulento.