Con las mujeres -no todas, claro está- viene ocurriendo desde casi siempre. Y ya me parecía mal. Pero de un tiempo a esta parte ocurre cada vez con más frecuencia, ya se trate de mujeres o de hombres. En las breves reseñas biográficas de sus autores que suelen ofrecerse en las cubiertas de los libros se sustrae un dato fundamental: la fecha de su nacimiento. Una coquetería que resulta tanto más ridícula en la era de internet, en que es relativamente fácil averiguar esa fecha, si uno se lo propone.
¿Y por qué había de proponérselo?, se preguntarán.
Pues porque en ocasiones puede ser importante a la hora tanto de decidirse a leer el libro en cuestión como de juzgar su valor y sus méritos.
Dado que hace ya tiempo, mucho tiempo (¡cinco años casi!), que lo empleé para una de estas columnas, me permito copiar de nuevo un pasaje extraordinario, realmente extraordinario, que recuerdo a menudo. Pertenece a una novela estupenda: El quinto en discordia, de Robertson Davies (Libros del Asteroide), publicada originalmente en 1970. En el transcurso de una larga conversación entre Dunstan Ramsay, narrador y protagonista del relato, y el padre Blazón, un anciano jesuita, este último suelta lo siguiente:
“Yo tengo muchos años y he sido soldado de Cristo toda mi vida, y le aseguro que, cuanto más viejo soy, menos cosas me dicen las enseñanzas de Jesús. A veces soy muy consciente de estar siguiendo el camino trazado por alguien que murió cuando sólo tenía la mitad de la edad que yo tengo ahora. Veo y siento cosas que Él ni vio ni sintió. Yo sé cosas que Él no parecía saber. Cada cual quiere un Cristo para sí y para los que piensan como él. Muy bien; entonces, ¿cometo una falta por desear un Cristo que me enseñe a ser anciano? Toda la enseñanza de Cristo parte del dogmatismo, la certidumbre y la fortaleza de la juventud; ¡pero yo necesito algo que tenga en cuenta el aumento de la experiencia, el sentido de la paradoja y la ambigüedad que llega con los años!”.
Supongo que no hace falta explicitar la relación de este pasaje con mi reclamación de conocer la edad del autor que me dispongo a leer. Por supuesto que en muchas ocasiones el dato es irrelevante, pero así y todo nunca, nunca está de más.
En las reseñas biográficas de los autores que ofrecen las cubiertas de los libros se suele sustraer la fecha de nacimiento. Una coquetería ridícula en la era de internet
Basta recapitular nuestra conducta como lectores de narrativa. El que el autor de una novela objeto de recomendaciones sea muy joven, por ejemplo, puede incrementar nuestra curiosidad hacia ella, en la medida al menos en que nos atrae acceder a una sensibilidad, a una mirada, a todo un orden de referencias que recoge y articula cambios, mutaciones quizá, novedades de todo orden que escapan a nuestra experiencia personal. Hablo ahora como lector de cierta edad, que tiende cada vez más a compartir la perspectiva del anciano padre Blazón. Quiero decir que siento incrementarse el escepticismo que a pesar mío me embarga -no siempre, no siempre, al menos todavía- ante una novela escrita por alguien a quien -pongamos por caso- doblo la edad. Por lo mismo, soy capaz de comprender -de recordar, también- la sed de tantos jóvenes de leer a autores de su misma franja generacional, a veces con una exclusividad que limita penosamente su horizonte.
El negocio editorial especula sin duda con este factor que estoy considerando. También la crítica debería tenerlo muy en cuenta, cuidándose tanto de practicar la condescendencia como de cultivar una imposible objetividad supuestamente abstraída de condicionamientos coyunturales.
Como sea, la edad a la que su autor ha escrito un libro es un dato que -como el de la fecha de su publicación, pasado un tiempo- se integra, siquiera sea subliminalmente, en la forma en que ese libro es recibido y consumido, en el orden de las expectativas más o menos favorables que determinan los intereses del lector. Y así ocurre no sólo cuando se trata de literatura propiamente dicha, sino también, aunque de otro modo, en la literatura científica.
El cálculo que conduce a omitir este dato puede estar justificado en según qué casos. Pero las más veces es indicio de una predisposición a la estafa, cuando no un triste maquillaje.