La amplia cobertura que ha tenido el reciente fallecimiento del periodista y presentador de televisión José María Íñigo me llevó a recordar, cómo no, la sonada entrevista que hiciera al escritor y Premio Nobel ruso Alexandr Solzhenitsyn en el muy popular programa Directísimo, de TVE. Corría el mes de marzo de 1976, yo era entonces adolescente, pero la recuerdo bien. En particular, la peculiar escenografía diseñada para la ocasión, muy distinta a la habitual: Solzhenitsyn e Íñigo sentados muy próximos alrededor de la mesa, iluminados en claroscuro por una tenue lamparilla que daba al conjunto un aire entre lúgubre y conspiratorio. La entrevista tuvo una enorme repercusión, estridentemente amplificada por el artículo de Juan Benet al que dio pie, y que fue objeto de un repudio generalizado.
El artículo de Benet se titulaba “El hermano Solzhenitsyn” y apareció en la revista Cuadernos para el Diálogo (núm. 52, 27 de marzo de 1976). Fue escrito, por lo tanto, “en caliente”, dado que la entrevista de Íñigo se emitió el 20 de marzo de 1976, justamente -importa subrayarlo- cuando se cumplían cuatro meses de la muerte de Franco. El presidente del Gobierno era todavía Carlos Arias Navarro, ¿se acuerdan? No hacía ni tres semanas que se había producido en Vitoria “la matanza del 3 de marzo” (cinco muertos: cuatro obreros y un estudiante; 150 heridos), en el marco de una huelga general; hacía dos días que ETA había secuestrado al empresario Ángel Berazadi, al que asesinaría veinte días después, y faltaban seis para que se fundara la Platajunta. La benemérita Transición no había comenzado y el país -con más de 600 presos políticos en sus cárceles- vivía sepultado aún por la interminable dictadura. Es en este contexto en el que el bueno de Solzhenitsyn, con su aspecto de santón, desembarca en España para decir cosas como:
“Vuestros círculos progresistas se complacen en llamar al régimen existente ‘dictadura'. Yo, en cambio, llevo diez días viajando por España, desplazándome de riguroso incógnito [¿con ese aspecto?]. Observo cómo vive la gente, lo miro con mis propios ojos asombrados y pregunto: ¿saben ustedes lo que quiere decir esta palabra, conocen ustedes lo que se esconde tras este término? [...] No, vuestros progresistas pueden usar la palabra que quieran, pero ‘dictadura' no [...] La humanidad lleva ya una larga crisis, desde que la gente se apartó de la religión, se apartó de la fe en Dios, dejó de reconocer ningún poder superior a sí misma, adquirió una filosofía pragmática, esto es, hacer sólo lo que resulte útil, beneficioso, guiarse sólo por intereses materiales y no por consideraciones de moralidad superior”. Y un largo etcétera.
No puede extrañar que, escuchando estas y otras lindezas (la entrevista era inusualmente larga), Benet se lanzara a escribir su incendiario artículo, en el que, además de execrar la figura y la obra toda de Solzhenitsyn, escribió la salvajada que tanto escándalo levantaría y que le costaría infinitos insultos y reprobaciones: “Yo creo firmemente que mientras existan gentes como Aleksandr Solzhenitsyn perdurarán y deben perdurar los campos de concentración. Tal vez deberían estar un poco mejor custodiados a fin de que personas como Aleksandr Solzhenitsyn, en tanto no adquieran un poco de educación, no puedan salir a la calle”. La provocadora boutade, una humorada, sin duda (por mucho que, vistas las reacciones, Benet, muy divertido con su disfraz de estalinista, se ratificara en lo dicho), volcada con hostilidad deliberadamente desentendida de toda corrección política, salía suicidamente al paso de lo que era a todas luces un montaje propagandístico de un régimen dispuesto aún a dar muchos coletazos.
Es justo recordar el muy digno papel que hizo Íñigo, que no se privó de hacer a Solzhenitsyn alguna pregunta incómoda. Pese a no trascender lo anecdótico, el episodio entero, convenientemente reconstruido, ilustraría bien cierta “atmósfera” ideológica que, con tácita aprobación de los “logros” materiales y “espirituales” del franquismo, también con la tácita o expresa connivencia de quienes los administraron, determinó los rumbos de una Transición -la que el mismo Benet suscribió, por cierto, activamente- cuya condición para ser pactada fue el previo arrinconamiento y la desactivación de la “amenaza” comunista, por un lado, y la correspondiente liquidación de toda alternativa rupturista.