Llamó mi atención, hace unas pocas semanas, un artículo publicado en La Vanguardia y titulado "Las casas indiscretas, ¿un nuevo fenómeno social?". El motivo del artículo era el impacto causado en 2012 por la llamada "Casa NA", diseñada por el arquitecto japonés Sou Fujimoto. Levantada en un barrio residencial de Tokio, sobre un solar de apenas cincuenta metros cuadrados, la Casa NA, realizada por encargo de una joven pareja sin hijos, es un edificio completamente transparente, de estructura muy dinámica (“arbórea”, como le gusta decir a Fujimoto), con muy pocos espacios de intimidad. Casi toda la actividad de la vivienda, con varios niveles, puede ser observada desde la calle. Se trata de un ejemplo extremo de una tendencia que no ha dejado de abrirse camino desde el nacimiento de la arquitectura de acero y de cristal. Baste pensar, por no irse más lejos, en la Casa de Cristal (1949) de Philip Johnson, o la Casa Farnsworth (1946-1951) de Mies van der Rohe.
Raquel Quelart, la autora del artículo aludido, consulta para la ocasión al arquitecto Jaume Prat (“La privacidad se está redefiniendo tanto en Oriente como en Occidente, es más mental que antes; lo que se enseña ya no importa tanto”), al sociólogo Francesc Núñez (“El concepto de privacidad está evolucionando. Esto ha generado muchos conflictos y malentendidos”) y a Nuria Contreras, directora de márketing de una empresa constructora (“Las viviendas abiertas al exterior son una tendencia en auge, es pura estética y deseo de contacto con el exterior: los clientes piden mucha transparencia y permeabilidad”).
En el trasfondo de la cuestión está la generalizada pérdida de pudor y el exhibicionismo que incentivan las redes sociales, pero que vienen de bastante más atrás. Piense el lector en esas peluquerías acristaladas en las que señoras con el pelo refregado o entintado se exponen tan campantes a la vista de peatones espeluznados; o en los cada vez más numerosos “centros de fitness” cuyas salas de máquinas, también acristaladas, permiten observar desde fuera cómo sudan los sufridos galeotes de la salud corporal; o en esos repelentes reportajes de las páginas del corazón o de “estilo” en que los famosos posan en el interior de su propias casas, o las muestran complacidos como modelos de buen gusto.
Al pensar en estas cosas me viene siempre al recuerdo un pasaje de Walter Benjamin que llamó poderosamente mi atención desde que lo leí por primera vez. Se encuentra en su ensayo sobre "El surrealismo" (1929), donde suelta de pronto: “Vivir en una casa de cristal es la virtud revolucionaria par excellence. Es una ebriedad, un exhibicionismo moral que necesitamos mucho. La discreción en los asuntos de la propia existencia ha pasado de virtud aristocrática a ser cada vez más cuestión de pequeños burgueses arribistas”.
¡He dado muchas vueltas a este pasaje sin llegar a conclusiones demasiado satisfactorias. Confieso que mi veneración por Benjamin reprime mi rechazo instintivo a lo que parece sostener de manera tan provocadora.
Dejo de lado ahora el contexto polémico en que Benjamin escribió sus palabras. Me atengo estrictamente a su formulación. Los ideales revolucionarios que prosperaban en los años 20 y 30 del siglo pasado no dejaban de estar transidos de una suerte de puritanismo. Como dice Francesc Núñez en relación a la amplitud de las ventanas en las viviendas de los países protestantes del norte de Europa (él habla de Holanda, yo pienso en el Barrio Rojo de Ámsterdam), “lo que haces en la casa debe ser tan correcto como lo que haces en la calle”: en un espacio como en otro debe reinar la misma moralidad. Me temo que Núñez obvia la necesidad de aprovechar al máximo la escasa luz exterior en los meses de invierno, pero su explicación expresa bien, me parece, el sentido en que Benjamin estima conveniente el “exhibicionismo moral”.
Admito que no acierto a reconocer la dimensión revolucionaria que ello pueda tener, al menos en el presente. Pues la moral que está en juego no es otra, me parece, que la de la mercancía. El ciudadano convertido en un publicista de un yo prefabricado. La privacidad convertida en objeto de ostentación. La propia vivienda como escaparate.