Naipaul y el deseo de ser escritor
“Hubo un tiempo, no hace mucho, en que, para un joven dotado de talento y listo para acometer esfuerzos en solitario, convertirse en escritor parecía la vía más corta para salir de la oscuridad y la miseria y alcanzar la fama y la riqueza”.
Lo dice J.M. Coetzee en la reseña que hiciera en su día de Media vida (2001), de V.S. Naipaul, a quien señala como ejemplo de escritor cuya vocación fue impulsada por una resuelta voluntad de desclasamiento. El propio Naipaul ha discurrido a menudo sobre los motivos que lo determinaron a ser escritor. En “Prólogo a una autobiografía” (1982), así como en varios otros de los textos incluidos en Momentos literarios (2003), se extiende al respecto. Dice allí: “El deseo de ser escritor no iba acompañado del deseo o la necesidad de escribir realmente. Sólo iba acompañado de la idea que me habían transmitido del escritor, una fantasía de nobleza. Era algo que estaba por venir, y fuera de la vida que yo conocía...”.
Llama la atención eso de que el deseo de ser escritor pueda no ir acompañado “del deseo o la necesidad de escribir realmente”. En el caso de Naipaul, ni siquiera era un deseo derivado de una afición intensa a la lectura. Él mismo, al hacer el magro balance de sus lecturas de adolescencia, concluye: “No podía decir que fuera lector. Nunca había tenido la capacidad de perderme en la lectura de un libro; como mi padre, sólo podía leer a poquitos”. A pesar de lo cual, el deseo de ser escritor -no el de escribir, como se ve- arraigó fuertemente en él ya a los once años.
Por muy particular que sea el caso de Naipaul, criado en una minúscula colonia caribeña; por muy otras que sean hoy las coordenadas culturales y por grandes que hayan sido los cambios de todo tipo ocurridos en el último medio siglo, me da la impresión de que el deseo de ser escritor -un deseo extrañamente recalcitrante en unos tiempos tan poco letrados- siguen estimulándolo factores bastante ajenos, en general, a lo que cabe entender por “experiencia literaria”, ajenos incluso a lo que cabe entender por “experiencia del lenguaje”.
“En mi caso -sigue diciendo Naipaul-, la ambición de ser escritor fue durante muchos años una especie de farsa. Me encantó que me regalaran un tintero Waterman y cuadernos de rayas (con márgenes), pero no sentía deseos ni necesidad de escribir nada, y no escribía nada, ni siquiera cartas; no había a quien escribir. En el colegio no se me daban demasiado bien las redacciones en inglés, ni me inventaba historias para leerlas en casa”. Y el mismo Naipaul añade en otro lugar: “Quería ser muy famoso. También quería ser escritor; quería ser famoso por escribir. La absurdidad de la ambición era que en aquella época no tenía ni idea sobre qué iba a escribir. La ambición llegó mucho antes que el material”.
Insisto en pensar que las cosas siguen siendo así para tantos jóvenes que también hoy acarician ese deseo de ser escritor de un modo igualmente vacío de objeto. Y en pensar, además -lo cual resulta bastante más discutible, dado lo que uno ve a su alrededor-, que responde, antes que a esa ambición de fama, a “una fantasía de nobleza”, y no sólo de distinción. Por qué mecanismos se produce esa trasposición es algo a lo que no me siento capaz de responder. En el caso de Naipaul, está el modelo conmovedor de su padre, que le infundió la convicción de que escribir suponía “un triunfo sobre la oscuridad, el rechazo a dejarse extinguir”.
Mucho más tarde, en la entrevista que le hizo en 1998 The Paris Review, preguntado acerca de si seguía considerando que la escritura es la única vocación auténticamente noble, Naipaul respondió: “Sí, para mí es la única vocación noble. Es noble porque trata sobre la verdad. Tienes que buscar maneras de enfrentarte a tu experiencia. Tienes que entenderla y tienes que entender el mundo. La escritura es un esfuerzo constante por lograr una comprensión más profunda. Y eso es bastante noble”.
Claro que a saber qué entiende cada cual por escritura.