Pornografía
Por esperable que fuera, no deja de resultar abrumador el despliegue mediático en torno a la publicación de la última novela de Mario Vargas Llosa. En el caso particular del diario El País, el despliegue ha sido tan espectacular, y en cierto modo tan impúdico, que excede toda proporción, por muy presente que se tenga el que se trata de un premio Nobel, de un colaborador estrella de la casa y -de un tiempo a esta parte- de un muy codiciado objetivo de la prensa rosa. Está claro que, como el mundo editorial, también el de las letras tiende cada vez más aceleradamente a la concentración del capital, con la consecuente rebaja de la pluralidad -no digamos ya la ecuanimidad- que debiera imperar idealmente en los escaparates culturales.
El plato fuerte de las 8 páginas 8 que Babelia dedicaba dos semanas atrás al maestro Vargas era una extensa entrevista al escritor realizada por Javier Rodríguez Marcos. Su título, a todo plana, decía: "La pornografía es erotismo mal escrito". Con estas palabras respondía el novelista a la pregunta ya clásica acerca de dónde está el límite entre erotismo y pornografía (límite en el que al parecer se instalan algunas escenas de su libro). La respuesta no es menos clásica que la pregunta misma, y resultará por lo tanto plausible para una mayoría de los lectores, que, al igual que Vargas Llosa, entienden la relación entre erotismo y pornografía como una cuestión de grado y, en definitiva, de calidad.
Me cuidaré mucho de entrar a discurrir en asunto tan concurrido como son las diferencias entre pornografía y erotismo. Basten aquí dos consideraciones que estimo obvias. En primer lugar pornografía y erotismo son cosas muy distintas, que, si bien comparten un territorio común, satisfacen impulsos, curiosidades, predisposiciones, intenciones sustancialmente divergentes. En cuanto a los límites entre uno y otra, parece evidente -y ello procura una pista acerca de la naturaleza de su relación mutua- que no cesan de desplazarse con el tiempo: lo que anteayer era condenado por pornográfico hoy apenas se estima que sea de un tono subido (basta revisar los contenidos de las películas autorizadas para mayores de 13 años, y aún de las destinadas a todos los públicos).
Estas dos consideraciones se compadecen mal con la afirmación de Vargas Llosa, que, por otro lado, sugiere una no por común menos cuestionable concepción de la escritura literaria como una especie de transubstanciación de la realidad, capaz, por lo que aquí respecta, de trocar las presuntas suciedad y zafiedad del sexo explícito en algo digno de ser decorosamente representado y consumido por virtud no se sabe bien si de la eficacia expresiva o simplemente de la estética.
Pero hace ya mucho que la literatura y el arte en general vienen renunciando al eufemismo embellecedor, a las transparencias más o menos veladas, al sfumato. Hablaba yo recientemente, desde aquí mismo, y citando a Benjamin, de "un régimen crudo de la experiencia" que parece estar imponiéndose en los nuevos modelos de representación y de lenguaje. Y el extenso ámbito de la sexualidad es un inmejorable campo de observación para calibrar los progresos reales de esta tendencia.
A propósito de Cinco esquinas, José-Carlos Mainer hablaba en Babelia de "pornografía suave" (lo que se entiende por soft porno, hoy tan en boga); Nadal Suau, en El Cultural, más severamente, de "erotismo plastificado". A Manuel Rodríguez Rivero, sin embargo, el primer capítulo de la novela le parece "inflamado de erotismo a cuyos estímulos sucumbirán incluso los lectores más gélidos". Por Dios. Todo sugiere el tratamiento políticamente correcto de una materia que hoy más que nunca constituye un filón que explotan a fondo los agentes de la cultura popular, tradicionalmente pacata y morbosa.
Pero ese mencionado desplazamiento de los límites entre pornografía y erotismo es causa y consecuencia a la vez de la rápida obsolescencia de los registros de uno y otro.
La cursilería, sí. Esa particular floración tanto del pudor como de la transgresión mal entendidos.
Por lo demás, y por poner sólo un ejemplo, textos como El fiord o El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini, no están precisamente mal escritos. Y siguen siendo, entre otras cosas pero muy deliberadamente, pornografía.