Ignacio Echevarría



No me jacto en absoluto, pero tampoco tengo empacho en admitir que, durante más años de la cuenta, el escritor del que llevaba yo leídas más páginas fue José María Gironella. Durante mi adolescencia devoré sus libros; no sólo novelas, también reportajes y libros de viajes. Cuesta mucho procurar a un lector de menos de cuarenta años una idea de la posición que ocupaba Gironella en la cultura española de los años sesenta. Su fenomenal éxito (¡más de dos millones de ejemplares vendidos de Los cipreses creen en Dios!) no tiene un correlato ni remotamente comparable al del éxito del que disfrutan en la actualidad autores como, por ejemplo, Arturo Pérez-Reverte o Carlos Ruiz Zafón. Habría que pensar más bien en una explosiva mezcla de Javier Cercas, Lorenzo Silva y Javier Reverte. Y ni por ésas. No hablo de semejanzas ni de escalafones literarios, válgame Dios. A mala hora se me ocurrió, años atrás, traer a colación el nombre de Gironella al hablar de una novela que, me pareció a mí, empleaba una estructura comparable a la de su afamada trilogía sobre la Guerra Civil. Aquello fue tomado como una ofensa imperdonable, sin yo proponérmelo. El caso es que, no habiendo cometido nunca la imprudencia de releerlos, guardo de los libros de Gironella (quien en su día obtuvo, cuando eso todavía significaba algo, el premio Nadal, y luego el Nacional, y el Planeta) un recuerdo respetuoso y agradecido, como el que casi todos conservamos de esos libros y autores que, mejores o peores, avivaron la voracidad de nuestros inicios como lectores.



José María Gironella murió en 2003, el mismo año que Roberto Bolaño. Lo digo porque me impresionó enterarme de que, durante cerca de un año, en 1999, los dos coincidían cada domingo en la página de opinión del Diari de Girona, para la que escribían sendas columnas. Ya es casualidad. Un escritor aún emergente, en camino de convertirse en un astro internacional, y cuya gloria no ha cesado de crecer tras su prematura muerte, al lado de un escritor que asistió con perplejidad y amargura indecibles al eclipse casi total de su renombre; al silencio cada vez más profundo que rodeaba a sus libros; a su proscripción de todo censo, de todo recordatorio, de todo acto o sarao. Al final, Gironella hasta riñó con José Manuel Lara, de quien había sido amigo fraternal, y cuya fortuna como editor estaba estrechamente ligada, en sus orígenes, al avasallador éxito de Los cipreses creen en Dios y sus continuaciones.



Los escritores olvidados, los escritores perdidos, los escritores nonatos son un tema recurrente en la narrativa de Bolaño, que ensaya con ellos todos los matices de la melancolía. De ahí que me llamara tanto la atención esa coincidencia que señalo.



Ignoro si tuvo alguna vez lugar -tiendo a pensar que no- pero resulta tentador fantasear un encuentro de Gironella y Bolaño en las oficinas del Diari de Girona, los dos saludándose con instintiva suspicacia, decidiéndose quizá, por pura cortesía, a irse a tomar algo juntos, tratando de evitar mediante el humor (¿lo conservaba aún Gironella?) el acabar sumidos en un llanto inconsolable. He recordado a Gironella porque, en mi nada sofisticada formación como lector, relevó a otro novelista de quien asimismo leí todos los libros a mi alcance, en aquellos desorientados años de mi adolescencia. Me refiero ahora a José Luis Martín Vigil, autor también de muchísimo éxito en los sesenta. Muchos nos enteramos hace poco, a través de un artículo publicado en El Mundo, de que falleció en febrero del año pasado, en el más completo de los olvidos.



El caso de Martín Vigil, cura además de escritor, es mucho más patético aún que el de Gironella. A su olvido hay que sumar el ostracismo a que fue condenado por su presunta pederastia, que lo apartó primero de la orden de los Jesuitas, y luego del sacerdocio.



Aunque etiquetado como autor juvenil, Martín Vigil tuvo sus puntas de narrador social y fue un escritor solvente a su manera, cuyas novelas, como las de Gironella, terminaron resintiéndose de la religiosidad católica que las impregna y que las vuelve tan rancias. Haber leído tan profusamente a uno y otro, pienso ahora, me vacunó a tiempo de una convencionalidad, de una sentimentalidad que, para mi sorpresa, reconocí luego vigente en algunas celebradas novelas de la llamada "nueva narrativa" española; novelas a las que, bien mirado, sólo un barniz de laicismo y de modernidad distingue de las de aquellos escritores olvidados.