Nos llegan de la tradición aforismos que parecen condensar tesoros de sabiduría en fórmulas de un latín conciso y elegante. Uno de los más admirados es la locución: nec spe, nec metu (ni esperanza ni miedo). La soltó de pasada Cicerón en un discurso en el Senado a la vuelta del exilio y después se convirtió en máxima del estoicismo, resumen en cuatro palabras de su ideal de sabio imperturbable.
Plutarco ilustraba esta filosófica ausencia de pasiones con una anécdota de Anaxágoras, maestro de Pericles: estaba enseñando a unos discípulos cuando un mensajero se acercó y anunció en alto que su hijo había muerto. Todos lo oyeron horrorizados, menos el filósofo, que explicó su impasibilidad: “¿Pero es que no sabíais que era mortal?”. Nunca había temido la noticia porque nunca se había dejado engañar por una falsa esperanza sobre el destino humano. En el Renacimiento, el mote fue adoptado como divisa por la Marquesa de Mantua, Isabella d’Este –con quien Maquiavelo mantuvo un célebre encuentro–, y por el mismísimo Felipe II.
Nada menos que la Ética de Spinoza le dedica la proposición 47 de la parte tercera. “No hay afecto de esperanza o de miedo sin tristeza, pues el miedo es una tristeza y la esperanza no será sin miedo”. Y remata: “Cuanto más nos esforcemos por vivir conforme a la guía de la razón, más prescindiremos de estos afectos, que revelan falta de conocimiento e impotencia del alma”.
Quien no es nadie en concreto, ha dejado de sentir y de sufrir. Ahora bien, ¿queremos esa vida abstracta, anestesiada, indiferente?
Este desafiante aforismo ha encandilado a ilustres ingenios a lo largo del tiempo y, sin embargo, es manifiestamente falso. ¿Realmente hemos de renunciar a esperar algo para así no tener miedo a su pérdida? Por supuesto que no.
Epicúreos, estoicos y spinozistas entronizan como principio absoluto de su filosofía la serenidad del alma, ganada por vía de despersonalizarse a sí mismo: su yo despojado de pasiones no es individual porque se asimila a una generalidad llamada cosmos, naturaleza o Dios. Quien no es nadie en concreto, ha dejado de sentir y, por ende, de sufrir. Ahora bien, ¿queremos esa vida abstracta, anestesiada, indiferente? Yo no. Y, francamente, la reacción de Anaxágoras se me antoja inhumana.
[Teoría general del acto público]
Lo humano hubiera sido sumirse en duelo inconsolable por la pérdida del hijo. Lo humano es amar turbulentamente la vida “que tienta con sus frescos racimos”, militar a favor de lo bello palpitante en ella y contribuir activamente a que ocurra. No quiero ser divino a precio de no ser humano, no añoro la ataraxia del camposanto. Temer no poseer algún bien o, poseído, perderlo, no solo es natural, sino también racional: lo contrario equivale a estar muerto en vida. Hay, desde luego, temores neuróticos o irracionales sin fundamento en la realidad, pero hay cosas que son objetivamente temibles, luego lo más inteligente es temerlas. A veces, es un deber.
Así sucede con una cierta clase de miedo, primicia en la formación del carácter. Todos pasamos en algún momento de tener conciencia de la propia dignidad a tenerla de la dignidad de los otros. El miedo del que hablo está relacionado con la plena comprensión de lo que se les debe a los demás: también ellos son acreedores de universal respeto. El respeto ajeno es sagrado: violarlo es el único pecado que no perdona el Espíritu Santo y esa profanación debería infundirnos un santo temor.
Haga cada uno con su libertad lo que mejor le parezca, viva si quiere artísticamente, compórtese como un rebelde excéntrico si es su gusto, pero no falte el respeto a los demás. Quien obra ignorando su deuda original al otro es un niño o simplemente un necio, mientras que quien la reconoce tiende a ser cortés con su digno acreedor. La cortesía es ideal filosófico más bello y profundo que la helenística tranquilidad de espíritu.
Hay, pues, temores debidos. No tengas miedo a temer.