El titular de la entrevista rezaba así: “Lo único que me importa es la gloria literaria”. Ante exabrupto tan intolerable muchos pensarán que llamé al periódico para quejarme por la torpe manipulación de la que había sido víctima. No podía: reproducía exactamente mis palabras.
Si me preguntasen cómo ha cambiado mi visión del mundo de mis quince años a esta parte, más de cuarenta años después, contestaría que apenas nada, pues siempre me lo representé más o menos como acabó siendo, ahorrándome las consabidas decepciones. Menos en un punto: muy consciente del carácter efímero de las cosas, que un día son y al otro dejan de serlo, siempre me ha parecido de lo más natural indagar lo que permanece entre tanta fugacidad inexorable, la roca que resiste la brava corriente del arroyo. Y me sigue pareciendo.
La diferencia estriba en que siendo chaval creía de buena fe que esta pasión por lo que dura la tenía todo el mundo y con la edad he comprobado que se trata de una manía más bien mía que hace de mí, aún por madurar, un inadaptado irredento.
Lo reconozco, mi deseo constante en la vida ha sido y es tocar terreno firme, no sujeto a la ley de la caducidad universal. Muy pronto encontré en la literatura mi mejor cómplice para esta desmesura. Scripta manent, decían los latinos. Y esto es lo que significa gloria literaria tal cual la interpreto: componer una obra que, por dar forma a la dignidad invariable de lo humano, merece permanecer en la memoria de la gente. Nada que ver con la fama de mi nombre, que a nadie le interesa porque ni a mí mismo me importa mucho: aceptaría de buen grado el anonimato de una obra mía a la que se promete éxito planetario si estuviera seguro de que fuera digna de perdurar.
Con esta guía en mente he organizado mi vida: he hecho elecciones profesionales que favorecen la lealtad a la vocación, desarrollado rutinas a su servicio, esquivado novedades que me desviaban de mi plan literario (devorador de las mejores horas del día), he tenido paciencia.
No hay en el mundo felicidad comparable a la de irse a descansar con la clara conciencia de haber arrebatado a la nada un buen párrafo
“Vas lento, Javier”, me dijo tiempo ha uno que hubiera querido que mi carrera literaria progresara con mayor rapidez. Desde entonces, mi sentimiento de lentitud no ha hecho más que aumentar. Hay que reconocer que mi unidad de medida es muy modesta: un párrafo al día. Y no siempre se da bien la jornada. Pero cuando se da, no hay en el mundo felicidad comparable a la de irse a descansar con la clara conciencia de haber arrebatado a la nada un buen párrafo, uno con esa firmeza de roca.
En esos instantes dichosos se siente uno libre, independiente, poseedor de una resistencia invencible. Pero otras veces tanta morosidad pesa demasiado: como ir sentado en un viejo carromato tirado por bueyes y que bólidos de alta gama lo adelanten por derecha e izquierda dejando detrás una molesta polvareda.
Toca entonces seguir aguantando y desterrar del pensamiento las inútiles comparaciones. Y no recurrir a esa aceleración de velocidad que proporciona la ruidosa defensa de causas públicas, dadora de momentánea notoriedad al autor a trueque de marchitar su obra. Estoy persuadido de que la mayor causa políticosocial que existe es un libro incitante y todavía vivo diez, cincuenta, cien años después de compuesto, además de que el lector del futuro no es de peor condición que el del presente.
Quien practica la paciencia, por lento que vaya, llega lejos. Un buen párrafo al día durante un año, dos o tres da como resultado un buen libro: la devoción con que ha sido imaginado y escrito merece llamarse amor, un sentimiento de tal intensidad que puede con todo y se sobrepone a todo. El enamorado siente que sus obras de amor no deberían morir jamás.