No me andaré con rodeos: pronostico que el actual régimen chino caerá y además que yo veré esa caída. Imagino las caras de escepticismo. ¿Caer China? La impresión general es, por el contrario, que está a punto de convertirse en la primera economía del mundo y que, a consecuencia de su inminente hegemonía planetaria, muy pronto la Historia Universal se trasladará al Pacífico. Ya, pero el régimen de China tiene un problema: si no lo resuelve, será derrocado no tardando mucho, y si lo resuelve, es porque ya habrá dejado de ser lo que es.
El problema puede ser enunciado así: China es un colectivismo premoderno. Entiendo por colectivismo un sistema que sacrifica el individuo en el altar de una trascendencia. Occidente fue uno de esos colectivismos durante mucho tiempo (cosmos, polis), pero, al entrar en la modernidad, abrió los ojos a una evidencia deslumbradora: la dignidad de todo hombre y mujer por el mero hecho de serlo.
Desde entonces, entre nosotros el interés particular se pliega ante el interés general, como el colectivismo quiere, pero el interés general –he aquí la gran novedad– se pliega a la dignidad individual, que se impone sobre el bien común, el interés social, la utilidad pública, la patria, el pueblo o la ley del progreso. Ya nunca será legítimo el atropello del individuo en nombre de estos colectivismos, pues esa violación nos parecerá siempre, cualquiera que sea la razón que alegue, tan indigna como repugnante.
La dignidad es una excelencia individual que convierte al resto de la humanidad en deudora, pues debe a su poseedor esto: un respeto. Naturalmente, un tal reconocimiento de deuda supone una complicación para el poder público, el cual se impacienta al contemplar su campo de acción sembrado de acreedores ansiosos por reclamar lo suyo. Los autoritarismos, como niegan toda deuda por principio, se ahorran incómodos estorbos.
Frente a esta fácil sencillez, la democracia liberal opta por complicarse la vida. Ha de servir a los intereses generales y hacerlo con escrupuloso respeto de tantas resistencias como ciudadanos. Cada ciudadano democrático es un contrapoder. El autoritarismo chino desprecia la dignidad occidental porque la interpreta como signo de debilidad política, un melindre decadente. Nosotros, en cambio, hallamos en esta sutileza el santo y seña de la decencia moral. En democracia, el poder se fragiliza para engrandecerse, su fragilidad es tan fuerte y tan bella que todo el mundo la quiere.
Todo el mundo. Algunos dicen: los chinos son diferentes, se enorgullecen de su diferencia, se creen parte de una tradición milenaria, no casan con ellos los valores occidentales. Hum, déjame pensar. El marxismo que adoptaron el siglo pasado es invención occidental; el capitalismo de ahora (en que fundan su provisional éxito) también. Ya sólo les queda dar un paso más y sentir la excelencia de que son portadores sin saberlo. Auguro que el tiempo está cerca. Y cuando ocurra, los súbditos chinos, doblados de ciudadanos, se levantarán contra sus opresores, tan injustos como anticuados.
Hoy nadie lo prevé, pero tampoco predijo nadie la caída del muro de Berlín. No presumo de conocer China, me limito a enunciar una ley moral. Recordemos que globalización del mundo es básicamente occidentalización del mundo. Los chinos son más occidentales hoy que hace medio siglo, lo serán aún más dentro de otro medio. Y entre los aromas modernos que llegarán en breve a sus finos olfatos están las ondas del dulce olor de la dignidad. Quien lo huele ya no la olvida nunca. En cambio, ¿hay quien envidie el Chinese way of life?
No me escondo: he presagiado sin tapujos que veré la caída. Cierto que, gracias a los hábitos saludables que tengo el pensamiento de adoptar en breve plazo, como la siesta y beber mucha agua, confío en vivir todavía doscientos años.