Yo llamo “universidad muda” a la biblioteca, a ese lugar de encuentros y alianzas secretas con el ayer, con el ahora. Nunca he tenido mejores maestros que los reunidos en los estantes, me deslumbraron cuando todavía era un adolescente. Cuando iba a una biblioteca, entraba feliz en aquel fértil silencio que ofrece su espacio de luz tenue, aunque suficiente. Nada en exceso (midén ágan, como se leía en Delfos), todo mesurado y, sin embargo, abundante.
Al asistir a las clases de la universidad “sonora”, adonde acudía sediento como oyente, implicado con lo que allí se decía, regresaba a casa con un tizne de decepción, entristecido por el letargo que percibía en muchos de los, así llamados, “maestros”, que en su mayor parte no lo eran. Se exhibían, seducían, procuraban para sí. Pensaban en la cátedra y en sus publicaciones, en los trienios, en los sexenios, recelaban de sus compañeros de departamento, trabajaban en el mayor de los secretos para que nadie supiera qué estaban preparando.
Poco a poco desmadejaron el tejido de lo que un día fueron en verdad las universidades, que no siempre, es cierto, acaban dando el fruto de doctorados romos y trabajos de “fin de grado” a menudo raspados.
Al asistir a las clases de la universidad "sonora", regresaba a casa con un tizne de decepción, entristecido por el letargo de los, así llamados, "maestros"
No es una cuestión que solo afecte a España, en todas partes es así. Peter Sloterdijk me comentó que en Alemania el saber ya no estaba en la universidad, y lo propio me señaló Adriana Cavarero de Italia. Pascal Bruckner estaba aturdido por lo que ocurría en Francia al respecto.
Aquel afán con el que Thomas Bernhard entraba en el pequeño almacén, sin electricidad y lleno de telarañas, para buscar a tientas su Montaigne, la soberanía de aquello que sólo era contado en los libros, según decía Walter Benjamin, el calor que aliviaba a Nicola Chiaramonte cuando sentía cercanos a los clásicos, todos ellos al alcance de la mano, decía, todo eso me ha instigado y acompañado desde mis primeros años jóvenes, que ya no lo son, aunque siguen en rebeldía, precisamente porque jamás he creído en los mayos del 68 ni he hecho mías las consignas lanzadas entre porros y panfletos. La aversión a la autocomplacencia y el narcisismo han hecho que huya de ellos a uña de caballo.
Contaba Borges que el solo hecho de tener en casa unos libros en los que abandonarse –se refería a los diecisiete tomos de las Mil y una noches– hacían más amable su hogar, más grato con Milton y Coleridge, con las sagas de Snorri Sturluson y los círculos celestes de la Divina Comedia. Esto es sencillo de entender, al menos para un necesitado de la memoria, para un aprendiz de mundo que rebusca como un trapero lo valioso que han ido dejando los otros y que todavía dejan. Porque hoy, por fortuna, sigue habiendo maestros de los de verdad, esos que entran para siempre en la universidad muda a la que uno asiste convencido de que va a encontrar algo en ella.
El trasladar a la propia casa, poco a poco y con gran esfuerzo, aquella sabia quietud del saber contenido en los anaqueles públicos, ha hecho que al menos, por lo que a mí respecta, viva un poco mejor. Yo era de los que se compraba un bocadillo, prefería gastar lo mínimo si deseaba adquirir un libro. En mi caso he tenido que decidir, entre una cosa u otra. Y así he ido construyendo una insignificante biblioteca, pero que todavía me consuela y me permite subir a esos trenes rigurosamente vigilados de Bohumil Hrabal sin temor a que el difícil trayecto me pese; o ir al frío de los fiordos con Brigitta Trotzig sin preparar la maleta; o al Río Amarillo con Zhuang Zi.