Si consideramos que quien vive en la otra orilla del río (rivus) es el rival, así lo explica la etimología, caeremos en la cuenta de que estamos abocados a la discordia y al continuo recelo. Reconocer en el prójimo un puente parece vedado a una especie como la nuestra, tan proclive al desacuerdo y la ambición. Stig Dagerman escribió que nuestra necesidad de consuelo es insaciable; lo es también nuestra ansia de violencia. Asombrados ante los desmanes de una guerra que hoy se libra en suelo europeo, olvidamos que venimos de interminables luchas, de crímenes innombrables, y que nada, ni los adelantos tecnológicos ni la escolarización masiva ni las condiciones de vida más favorables nos han hecho mejores ni más pacíficos. Incorregibles, como la retorcida rama a la que se refería Kant.
Cuenta el historiador Herodoto en el siglo V a. C. que las quemas de frutales y la aniquilación de los rebaños en tierra enemiga eran comunes, así se erradicaba la posibilidad de supervivencia de los asediados. Y que en ciertos pueblos, los cadáveres enemigos eran colgados con excremento en la boca. Poblaciones enteras fueron pasadas a cuchillo, y multitudes de ratas arrojadas a los silos para que devoraran el grano y minaran a cuantos resistían en una plaza fuerte. Las migraciones eran moneda corriente, se huía, como hoy, de la barbarie. Por eso, el también historiador Tucídides dejó escrito que la mayor parte de las ciudades fueron fundadas por desterrados. Procedemos de un destierro. El origen de las patrias es una huida.
No hay época ni geografía que se libre del corazón iracundo que alienta las guerras, que son el panteón de la Historia. Somos tan previsibles en la agresividad, tan bisoños a la hora de esconder los innatos fanatismos, que no deberían sorprendernos ni los recientes gaseos de El Asad, ni en estos días los bombardeos sobre Mariúpol. Son nuestro fiel autorretrato.
Montaigne nos habla de castillos a los que se prendía fuego para que ardiera el maderamen y con ello enterrar allí mismo a sus defensores; y relata el caso frecuente de los caídos en combate, los cuales eran reparados y aprovechados para mantenerlos en pie para impresionar al adversario. Así, recuerda que Jan Zizka pidió que, una vez muerto, de su piel se hiciera un tambor a fin de seguir combatiendo; y que el inglés Eduardo I ordenó que, una vez fallecido, fuera hervido y despojado de la carne, de modo que la osamenta acompañara a sus huestes contra Escocia. El ejército soviético, durante la Segunda Guerra Mundial, procuró que sus caídos, helados en la nieve, se mantuvieran erguidos en el campo de batalla, y de tal suerte intimidar, con la tétrica imagen, el avance alemán.
El gas mostaza, el subfusil MP40 nazi, el lanzallamas estadounidense M9-7 que asoló aldeas enteras en Vietnam, el ruso TOS1A que devastó Siria, los misiles hipersónicos de Putin, las armas químicas y los recientes Sistemas letales autónomos –un tipo de armamento diseñado con inteligencia artificial– no son más que tenebrosos frutos de una maldad sin término. La sola lectura del Diario de guerra (1914-1918) de Ernst Jünger bastaría para admitir lo indeseable de una condición capaz de lo peor. Se dice que Kyiv es la capital europea donde yacen más soldados, resultado de las contiendas allí libradas a lo largo de los siglos.
Las imágenes de la guerra de Ucrania no son más que una continuidad, el reflejo de nuestro reiterado descrédito. La animadversión hacia el otro no conoce sexos ni condición social, surge de la sospecha y del desacuerdo con el que vive al lado, siempre demasiado cerca. La Bruyère decía en el siglo XVII que si en la tierra sólo hubiera dos pobladores, cada uno vallaría su parte.