Eduardo Torres-Dulce
Abogado y ex Fiscal General del Estado
Crear, expresar, ofender
El Derecho es un instrumento esencial para la resolución de los conflictos individuales o colectivos que surgen en el seno de una sociedad. El imperio de la Ley es el eje transversal de lo que conocemos como Estado de Derecho. Esos conflictos que surgen en el seno de la sociedad pueden resolverse amistosamente entre los individuos o entregar su resolución a los jueces y tribunales que deben ser independientes e imparciales, constituyendo el Poder Judicial, uno de los soportes de ese Estado de Derecho, junto con el Poder Ejecutivo y el Legislativo, ambos frutos de una elección popular.
Cuando se trata de la protección de los derechos de las víctimas de un delito o el enaltecimiento de organizaciones terroristas, el margen de la expresión artística se estrecha aún más
Esos conflictos sociales alcanzan una mayor intensidad cuando se producen entre derechos constitucionales de alto rango como lo son los derechos fundamentales. Uno de los terrenos, en ese ámbito, de la máxima conflictividad es cuando se produce el choque entre derechos individuales que forman un núcleo esencial de la personalidad y dignidad de la persona, como lo son el honor, la intimidad y la propia imagen (art. 18 . 1 Constitución Española) frente a los del derecho a la libertad de expresión (art. 20.1 a CE) , el derecho a la expresión artística (art. 20.1 b CE) y a recibir y comunicar información veraz (art. 20.1 d CE). ¿Cuál de ellos debe predominar frente a los otros? En el caso del enfrentamiento del honor, intimidad y propia imagen y los derechos de libertad de expresión y a informar, los tribunales han formado una consolidada jurisprudencia en favor de esos segundos derechos, sobre la base de que es un derecho esencial para la formación de una opinión libre e informada, elemento esencial para el desarrollo de una sociedad democrática avanzada. Aún se expande más el predominio de ese derecho de opinar e incluso el de expresión cuando se trata de hechos de interés general, o que afectan a políticos o personas con exposición pública, en cuyo caso deben soportar en mayor medida la crítica, siempre con el límite del insulto o de expresiones por completo desproporcionadas.
En el caso de las expresiones artísticas rige el mismo principio jurisprudencial de sobreprotección de las expresiones y creaciones artísticas por considerarlas un elemento esencial de la individualidad. Pero de nuevo las ofensas injustificadas, desproporcionadas o de naturaleza claramente insultante ceden esa prevalencia en favor de otros bienes jurídicos no menos importantes como el honor, la intimidad, la propia imagen, y en algunos casos como la libertad ideológica, en cuyo entramado se cuenta la libertad de creencias religiosas. Cuando se trata de la protección de los derechos de las víctimas de un delito o el enaltecimiento de organizaciones criminales o terroristas, el margen de la expresión artística se estrecha aún más, si bien, la jurisprudencia, con su origen en decisiones del Tribunal Supremo de los EE.UU., viene exigiendo para poder castigar esos delitos que oscilan entre la libertad de expresión y/o la creación artística y su enfrentamiento con aquellos otros bienes jurídicos, la concreción de un peligro y daño claro y real anudado al honor y dolor de las víctimas o a la proposición de enaltecimiento.
Ramón Andrés
Ensayista y poeta
La insurgencia que se gusta
Quien todavía piense que los límites son una coartada del sistema vive en un ideario postromántico y, si se me permite, kitsch. El mismo Bakunin se avergonzaría, sorprendido de que una sociedad sobrealimentada y acolchada, rendida a la comodidad, alentara una insurgencia provocada por su narcisismo. Uno no deja de asombrarse ante la avalancha de artículos publicados en estos días sobre la libertad de expresión, en los que se ha tratado de intelectualizar el puñetazo. Los analistas arguyen las causas del confinamiento, la falta de expectativas laborales, pese a que muchos de los disconformes son menores de edad y viven en casas que soliviantarían a Lucy Parsons y no menos a Sacco y Vanzetti.
Aquí no hay inocentes, porque la pedrada lanzada contra un escaparate de lujo es repelida por otra desde el interior de la tienda. Me refiero a los bolsos de 3.000 euros y a las chaquetas de 6.000
No entender que el límite está en la propia naturaleza a fin de que pueda encauzarse, como el más humilde de los ríos, es no haber llegado todavía a los presocráticos. El insulto, la vejación, son expresiones de trazo gordo que denotan una preocupante falta de recursos. Pero es difícil que esto lo asimile una parte, no menor, de una población que se gusta, que vive ensimismada y ajena a lo que significa la palabra responsabilidad. La autoestima crece a cada pedrada entre las sudaderas y las botas. Me legitima hablar de este modo porque en mis años jóvenes estuve vinculado al movimiento libertario, todavía en tiempos de la dictadura y de los sucesos graves que vinieron después, que algunos olvidan. Recuerdo aquella época vivida con una gran paciencia, desconcertado como estaba al verme rodeado de los que creía míos, y que podían contarse por egos. Su consigna era: “A mí no me mandan”. Puse pies en polvorosa. Nunca más me he adscrito a una ideología, a un partido, a una asociación.
Ahora bien, aquí no hay inocentes, porque la pedrada lanzada contra un escaparate de lujo es repelida por otra pedrada desde el interior de la tienda. Me refiero a los bolsos de 3.000 euros y a las chaquetas de 6.000. Son insultos también, a su manera. El capitalismo se muerde la cola. Así que, ¿quién tiene más derecho a insultar? Nadie. De ahí que la libertad de expresión, bien asimilada, pida el comedimiento de todos. Sabemos que, tanto los sublevados como los políticos son un vivero de oportunistas que no entienden, ni quieren entender, lo público. Unos queman contenedores por arrogancia, y otros sirven a lo público con la mentalidad propia del que trabaja para una empresa privada, que es su partido. El Estado, guste o no guste como idea de organización, minado ya por los oligopolios, no puede encajar más “privatizaciones” de este tipo, ni más inmadurez en las calles. Son discordias antojadizas, ocio que no soporta más ocio, porque los problemas que nos acucian son de tal inminencia y magnitud que requieren, sobre todo, humildad e inteligencia. La freudiana metáfora de “matar al padre” ha sido tomada tan al pie de la letra, que sólo ha hecho que generar un narcisismo y un individualismo que confunden la auctoritas con el poder, sin reparar en que actuamos como ese mismo poder en tanto que vitoreamos nuestra radical subjetividad. Y así no se va a ninguna parte.