Ignacio Morgado
Catedrático de Psicobiología y autor de Deseo y placer (Ariel)
Neurociencia y motivación
La pandemia de la Covid-19 ha noqueado a nuestros mayores. Las muertes en las residencias nos han sobrecogido y nos han hecho dudar de nuestra propia humanidad. Nunca fue un buen negocio envejecer, pero menos aún en tiempos de enfermedad como el que vivimos, pues, incluso más allá del propio SARS-CoV-2, otras calamidades se suman al padecimiento de nuestros mayores.
Una tácita y, por tanto, apenas comentada, se refiere a la motivación que mantiene en pie la actividad para conseguir satisfacciones y el deseo de vivir. Los mayores necesitan más que los jóvenes moverse, salir, pasear, abrazar a sus familiares y amigos, tener relaciones sociales para mantener esa motivación. La neurociencia ha demostrado que esa necesidad se relaciona especialmente con la dopamina, una sustancia que fabrican las neuronas del tronco del encéfalo y que aumenta la motivación de las personas para moverse en la búsqueda de satisfacciones y bienestar, es decir, en la búsqueda de lo que les gusta y satisface.
Hubo un tiempo en que los neurocientíficos creíamos que la dopamina era necesaria para obtener placer, pero hoy sabemos que, más que con el placer mismo, relacionado con otras sustancias, como las encefalinas y endorfinas, la dopamina se relaciona con la motivación, con el esfuerzo que somos capaces de hacer las personas para conseguir aquello que nos produce placer y nos satisface. Así, aunque los enfermos de Parkinson tienen déficit de dopamina en su cerebro, no por eso dejan de tener sensaciones placenteras cuando prueban cosas como los dulces. No obstante, al aumentar la motivación para conseguirlo, sí que podemos decir que la dopamina se relaciona indirectamente con el placer.
Cuando las vacunas nos devuelvan la movilidad, los mayores volverán a salir y relacionarse. Eso aumentará la dopamina de su cerebro y, con ella, su deseo de seguir viviendo
El cerebro fabrica dopamina cuando hay novedad en nuestras vidas, cuando pasan cosas nuevas e inesperadas, algo que continuamente ocurre en la vida de los jóvenes, pero que tiende a reducirse en los mayores cuando, tras la jubilación y el envejecimiento, empiezan a asumir tipos de vida sedentaria. “Papá, arréglate, que vamos a salir, iremos a pasear y después a cenar a un restaurante”. “No hijo, no tengo ganas, ir vosotros que sois jóvenes”. Esa es la típica conversación que denota la falta de motivación en que caen los mayores cuando paralizan su vida y su cerebro deja de fabricar dopamina como cuando se es joven. Pero la buena noticia es que, si convencemos a los mayores para moverse y salir, sí que disfrutan del paseo, el restaurante, la cena… Es decir, lo que pierden los mayores no es tanto la capacidad de disfrutar de las cosas buenas de la vida, como el deseo, la motivación para conseguirlas, por eso tienden a la inmovilidad y renuncian a muchos placeres.
Cuando las vacunas nos devuelvan la movilidad, los mayores se verán especialmente compensados al enriquecer su vida con la novedad de salir, pasear, relacionarse con otras personas, besar a sus hijos y nietos y no anquilosarse en su sillón. Eso aumentará la dopamina de su cerebro y con ella, la motivación, la ilusión y su deseo de seguir viviendo. Todos nos sentiremos mucho mejor.
Javier Gomá
Escritor y director de la Fundación Juan March
Viejo arte de vivir
Lo mejor de la vejez es que exista. Merece nuestro elogio la denostada modernidad porque, al menos en Occidente, ha permitido la democratización de esa etapa de la vida a la inmensa mayoría de la gente, a diferencia de lo que ocurría antes. Hasta no hace mucho, la esperanza de vida rondaba los sesenta años y el común se jubilaba a los setenta y cinco, de manera que la muerte lo sorprendía trabajando. Ahora nos jubilamos con algo más de sesenta mientras que de media vivimos más allá de los ochenta, y se calcula que, gracias a la medicina, la ausencia de guerras, la higiene y ciertos hábitos saludables, ganamos dos meses de esperanza de vida cada año, de suerte que los nacidos en este siglo XXI tienen un cincuenta por ciento de posibilidades de alcanzar la centuria. Conclusión: la vejez ya no es un estadio inseguro y breve reservado a unos pocos, sino, por primera vez, un largo y completo estadio en el camino de la vida. Además, a diferencia de los niños, los viejos son mayores de edad que votan y su voto en urna vale lo mismo que el de cualquiera en la flor de la edad, así que los políticos los halagan cuanto pueden, y a veces el comportamiento del poder, a primera vista desconcertante, se explica si tiene en cuenta que va dirigido a este silente sector del electorado.
El anciano es libre de practicar el puro arte de la vida sin servidumbres. Y puede hacerlo con una benevolencia nueva que nace de la aceptación de las cosas y de uno mismo
La ancianidad contemporánea se ha convertido, pues, en un sólido cuarto de siglo. Ahora son más significativos que nunca los conocidos versos de Píndaro en la tercera Nemea sobre el deber de plenitud en cada etapa (niño entre niños, hombre entre hombres, anciano entre ancianos) para hacerse acreedor en cada una de ellas al momento oportuno, esa hora buena que los griegos llamaron el kairós. ¿Cuál es el kairós de la vejez postmoderna? No nos ocurra como al joven y bello Titono, para quien la Aurora, su amante, consiguió de los dioses la inmortalidad, pero olvidó pedirle también la lozanía, condenándolo sin querer a marchitarse interminablemente. La enhorabuena de la infancia es la ingenuidad; la de la madurez, la generación de los frutos de la casa y el oficio (hijos y mercancías); la vejez posee también su enhorabuena, que será el ensayo de una ciudadanía emancipada de la servidumbre de ser productiva.
La vejez es un fastidio: decaen facultades, afloran achaques, se acumulan pérdidas, se acerca la propia. A cambio, concede una sabiduría exclusiva a ese ocioso declinar. El anciano es libre para practicar el puro arte de la vida sin servidumbres. Artista de la vida es quien por principal ocupación cuida de sí propio y de los demás: amor, amistad. Y puede hacerlo con una benevolencia nueva que nace de la aceptación de las cosas y de uno mismo, roto ese espejo puesto por la sociedad que nos apremiaba a ser útiles. Ya no: somos como somos, ni tanto ni tan poco, y hacemos lo que podemos.
Aviso: hablo de la buena ancianidad, porque el tiempo no siempre sana la estupidez, aunque sea antigua. Cuando un tonto se hace viejo, no por ello se torna sabio, la mayoría de las veces se queda en tonto viejo.