Manuel Astur
Novelista y poeta. Autor de San, el libro de los milagros (Acantilado)
Lo rural
Por muy convencidos que estemos de que todo lo que hacemos es nuevo por el simple hecho de que, al contrario que nuestros antepasados, estamos vivos –ese actualismo que no es más que un nacionalismo cronológico, con mucho de cristianismo–, en realidad, desde que el ser humano se hizo sedentario y se reunió en grandes grupos, creando así la sociedad, muchos hemos sentido esa necesidad de volver a la vida simple –simple en cuanto a que no existe el teatro social, que es lo que nos asfixia–. Henry David Thoreau, que era estadounidense, y por lo tanto tenía y tiene una maquinaria publicitaria enorme detrás de él, no fue el primer artista que se fue a vivir al bosque, sino el continuador de una larguísima tradición que han seguido importantísimas escuelas filosóficas, desde los epicúreos y estoicos hasta los trascendentalistas –a los que pertenecía–, las corrientes new age de la segunda mitad del siglo XX y escritoras como Annie Dillard, pasando por los poetas taoístas chinos, como mis amados Li-Po y Wang Wei, los monjes franciscanos y poetas japoneses del siglo XVII, como Basho, por poner solo unos pocos ejemplos.
Sin duda, ahora mismo hay un movimiento hacia los pueblos, donde la Covid –que, al igual que las ratas, necesita de las aglomeraciones y del consumismo para propagarse– ha tenido en general menor incidencia. Sin ir más lejos, en mi aldea, que en invierno tiene entre cinco y diez habitantes, este verano se han vendido quince casas. Es lógico. Como decía Josep Pla, cuando una ciudad no puede ofrecer lo bueno de una ciudad se convierte en una maquinaria sin sentido. Una ciudad sin bares ni restaurantes, sin espectáculos, sin cines, sin calles llenas de gente, sin toda la parte no tangible que tanto gusta no es más que un montón de cajas de hormigón apiladas donde morir de tristeza.
Lo rural no es un lujo para que unos cuantos puedan hacer lo que quieran, ahora que en las ciudades la libertad se ha visto restringida: lo rural es una forma de pensar y actuar que no se puede comprar
También es cierto que la provincia ya no existe, que es un complejo heredado del siglo pasado: hoy en día, con internet ylas redes sociales, se puede trabajar y crear desde el pueblo más remoto sin sentirse excluido; nadie sabe, ni le importa, dónde vive nadie. Y eso posibilita volver a los pueblos. Pero no hay que confundir una cosa con la otra. No es lo mismo necesitar huir de las ciudades porque estas no funcionan momentáneamente que querer vivir en la naturaleza. Uno no entra en un monasterio para comenzar a creer en Dios, sino porque, previamente, creía en él. Antes de cambiar de vida material, hay que cambiar de vida mental. De lo contrario, como me temo, los pueblos se llenarán de ciudadanos que no entenderán nada y será peor el remedio que la enfermedad.
Siempre he defendido las bondades de lo rural y, personalmente, necesito el silencio y estar cerca de la naturaleza para poder escribir, pero me aterra que trasplantemos los problemas de las ciudades en los pueblos. Lo rural no es un lujo para que unos cuantos elegidos puedan hacer lo que quieran, ahora que en las ciudades la libertad se ha visto restringida: lo rural es una forma de pensar y actuar que no se puede comprar.
Sergio C. Fanjul
Escritor y poeta. Autor de La ciudad infinita (Reservoir Books)
¿Existe el campo?
Los primeros artistas, probablemente, en sentirse deslumbrados por la ciudad vibrante, ajetreada, cosmopolita, fueron aquellos que caminaron por las luminosas calles de la Modernidad: Baudelaire lo flipaba en el París del Barón Haussmann, aquellas anchas avenidas por donde entraban los vientos del progreso, y en las que se mezclaban personas de toda clase y condición. Salir a pasear, a hacer de flâneur, a mirar a los otros y a los escaparates, es una costumbre surgida en aquellos tiempos preñados de futuro y asombro.
La ciudad, sin embargo, viene siendo germen de nuevas y revolucionarias ideas desde mucho antes, desde sus mismos inicios. El divulgador Steven Johnson muestra en Las buenas ideas (Turner) cómo en las primeras ciudades sucedió algo extraordinario: “En algún momento de los primeros mil años que siguieron a la aparición de las ciudades, los humanos inventaron una nueva manera de inventar”, escribe. La concentración de ideas y personas en las ciudades, ese caldo de cultivo efervescente, esa masa crítica, provocó la aparición en tromba de inventos como el pan, la rueda, la navegación, la moneda, el alfabeto o los peines. Una explosión de creatividad surgió de las calles más primitivas, un “derrame de información”.
El siglo XXI es un mal momento para la ciudad. Ya estaba en riesgo antes de la pandemia. Una ciudad gentrificada, segregada, turistificada, espectacularizada y envasada al vacío no es una ciudad
Pero el siglo XXI es un mal momento para la ciudad. La ciudad contemporánea ya estaba en alto riesgo antes de la pandemia: una ciudad gentrificada, segregada, turistificada, espectacularizada y envasada al vacío no es una ciudad en este sentido: no favorece los encuentros, lo espontáneo, el mix genómico e informacional que precede a la creación, solo la compraventa de tangibles e intangibles. Las megaurbes hacia las que nos encaminamos tampoco son ciudad, se rompen de pura hipertrofia. Ahora, con el virus acróbata desbocado, los confinamientos son necesarios, claro, pero una ciudad con las calles vacías, una ciudad semiabandonada, tampoco propicia estas sinergias (con perdón por el término).
La ciudad ha sido cuna, inspiración y objeto de la creación artística, aunque el campo también ha llenado cuadros, novelas y canciones. Muchos artistas han estado establecidos en el mundo rural y, con regularidad, hay pequeños movimientos migratorios, muy queridos por los periódicos y las televisiones, que huyen del tráfico y el asfalto para refugiarse en los bucólicos prados, en esa idea artificial de la naturaleza. Sin embargo, no parece que exista ya el campo más que como una extensión de lo urbano: podemos salir de la ciudad física, pero no de la ciudad mental en la que estamos atrapados. La vida urbana se lleva ahora en todas partes, como señala el sociólogo Juanma Agulles en La destrucción de la ciudad (Catarata): “Es un error oponer la ciudad al campo”.
Ahora, para bien o para mal, tenemos internet, que es un ciudad digital y global, una red para dominarnos a todos, una ciudad con muchos navajeros, poco saneamiento y rincones muy oscuros, un atajo al Apocalipsis, pero también un lugar por donde fluyen a velocidades absurdas las corrientes creativas. El ser humano, siempre con sus cosillas.