Víctor Lenore
Periodista musical
Un conflicto de poder
Resulta muy antipático cuestionar la apropiación cultural. Parece que estés contra el arte, el juego y la creatividad (un concepto-fetiche cada día más central en el discurso del neoliberalismo). Por desgracia, vivimos en sistemas culturales carcomidos por la desigualdad, donde los artistas con recursos depredan el talento de comunidades desprotegidas. Siempre pongo el mismo ejemplo porque es muy claro: Wesley Prenz, superventas de la música electrónica conocido como Diplo, se ha hecho multimillonario viajando con su portátil por los guetos del planeta y mezclando los ritmos rabiosos que encontraba con fragmentos de Madonna, The Bangles y The Smiths. Procedente de una familia rica de Florida, descubrió la música de las favelas gracias a un becario brasileño en la sede de Benetton en Milán. Desde entonces, vive de vacaciones en la miseria de los demás, recogiendo lo más potente de sus fiestas y eliminando cualquier referencia social conflictiva. Pinchar canciones que hablen de pobreza y explotación sería de mal tono en festivales cool hiperpatrocinados como el Sónar, Fuji Rock y Coachella, donde desfasan los hijos de las élites globales.
Hablemos claro: el apropiacionismo es tendencia porque conviene al mercado. Las verdaderas innovaciones culturales ocurren, con mucha suerte, una vez cada veinte años. El problema es que la industria necesita novedades cada cuatro meses para mantener girando la rueda de la moda, la excitación y el consumo.
"El apropiacionismo es tendencia porque conviene al mercado. La industira necesita novedades cada cuatro meses"
Hace poco se hablaba de retromanía, una tendencia acuñada por el crítico Simon Reynolds, que consiste en recrear estéticas del pasado en vez de buscar caminos propios. El motivo de este enganche a la nostalgia es un futuro cada vez más incierto, pero también una casta de jóvenes artistas que no tienen otra cosa que decir que lo extensa y exquisita que es su colección de discos, libros y películas. Por eso les interesa glamurizar la apropiación cultural.
Sería torpe y tramposo echar la culpa a los ‘creadores’. Por ejemplo, la pujante Rosalía fue acusada de apropiación cultural por parte de algunos aficionados al flamenco. El problema es real, pero no tiene que ver con una artista veinteañera. Hace falta denunciar que el verdadero arte jondo es ignorado por la industria cultural, cautiva de las inercias de la moda, la publicidad y la tecnología. Los mejores cantaores -viejos, rurales y feos- nunca van a sintonizar con el ejército de estilistas que deciden qué es moderno cada temporada. Los reyes de la apropiación cultural siempre han sido los modistos y los creativos publicitarios, cuyo trabajo consiste en vampirizar estéticas ajenas eludiendo el compromiso que requiere cualquier arte. El problema, sigamos hablando claro, radica en que cada vez resulta más complicado distinguir la cultura de la publicidad.
Posdata: esta columna no estaría completa sin una referencia a Silicon Valley, esos magos de la apropiación cultural al por mayor. Los gurús de California han conseguido hacer suyos los beneficios multimillonarios que producen nuestros relatos, imágenes y canciones sin perder nunca el aura de benefactores chic. Pocos timos tan perfectos en nombre de la creatividad contemporánea.
Agustín Fernández Mallo
Escritor
Una religión llamada pureza
Gustos personales aparte, la recepción que por parte de determinados colectivos ha tenido el segundo disco de Rosalía, El mal querer, constituye uno de los episodios más estériles que se recuerdan. Acusan a la artista de haberse apropiado de elementos de una cultura que no es la suya -como si una expresión cultural fuese de alguien-, y conviene recordar que se trata de una polémica inculta en el sentido estricto de la palabra: desconocer qué son las expresiones artísticas y cómo han ido mutando desde que el humano pisa la Tierra. Resumamos: 1) salvo los dioses -en caso de existir- nadie crea desde la nada, 2) toda expresión cultural, es decir, artística o científica, se nutre y cambia gracias a la técnica del apropiacionismo: tomar elementos de otras culturas/disciplinas e introducirles mutaciones al ser combinados con la tuya propia, y 3) que pertenezcas a una cultura no quiere decir que esa cultura te pertenezca: no existe la propiedad intelectual de, pongamos por caso, la cultura flamenca o el blues afroamericano. De hecho, lo que hoy llamamos cultura gitana proviene también de algún lugar que no era ‘el suyo’, de múltiples y legítimos apropiacionismos.
Es éste un debate que en las artes se da por superado, y cuya emersión asusta por conservadora. Desde que Duchamp, el artista más influyente del siglo XX y lo que llevamos de XXI, en 1917 introdujera un urinario en un museo, y con ello fusionara para siempre dos antagónicas culturas, la práctica de la apropiación en las artes no es que sea común, es que es la única que existe. Ya muchos siglos antes, Virgilio, para su Eneida, se apropiaba de la Odisea de Homero, y así, la apropiación, y con independencia de que sea espontánea o premeditada, no sólo es la base de las artes sino que es el fundamento de toda evolución cultural. Se confunden quienes creen que el apropiacionismo pervierte o profana -fíjense, palabras de origen religioso- la obra que es apropiada, porque en realidad ocurre lo contrario: la obra de origen se refuerza y se hace aún más original, crece en importancia.
"El apropiacionismo no profana la obra original; al contrario: esta se refuerza y crece en importancia"
Que Rosalía tome elementos considerados gitanos y los retuerza a su criterio artístico no los desvirtúa sino que les añade una capa más de lectura y virtud, los vuelve más ricos y complejos; fandango y trap se mezclan para, en retroalimentación, prestigiarse aún más al alcanzar inéditos territorios. Hicieron apropiacionismo los Beatles con la cultura india, y lo hizo Triana al mezclar el flamenco y el rock progresivo, por no hablar del caso Morente/Lagartija Nick, o Ketama y Pata Negra, o el Dylan ‘enchufado’, la lista sería potencialmente infinita. Imposible no recordar aquí la asombrosa actuación en el Festival de Benicàssim de 1998 de Raimundo Amador y Björk -por cierto, nótense los ecos, a nivel de producción audiovisual, que de Björk hay en Rosalía-. Repetimos: que pertenezcas a una cultura no quiere decir que esa cultura te pertenezca. Aléjense lo antes posible de esa religión llamada pureza.