DECEPCIÓN. Cuando era pequeño, pedí a los Reyes Magos un traje de Ben-Hur que había visto en el escaparate de una juguetería. Llegada la ilusionante mañana, me encontré, envuelto en un arrugado papel de regalo, con una túnica de tafetán, o algo parecido, color oro viejo, adornada con unas cenefas regularmente cosidas, y con una capa roja de franelilla con un cierre dorado adherido.
Ipso facto, comprendí que los reyes eran los padres –mi madre, en concreto– y que no éramos ricos. Fue una decepción inolvidable, más si cabe cuando aún no sabía que crecer consiste en digerir decepciones. Disney, pionero de tantas cosas, ya estaba en el ajo, pero faltaba mucho para que George Lucas hiciera un formidable negocio de merchandising con La guerra de las galaxias.
Pero ya han pasado muchos años más desde que múltiples experiencias culturales vienen acompañadas de, al parecer, florecientes industrias y comercios, de la incitación a un consumo que redondea la idea de que la vivencia cultural es un espacio y un tiempo de ocio y gasto. Me refiero, por ejemplo, a las tiendas de los museos. Pero espera.
Ante nuestros ojos y deseos se extiende una abundante y variada quincallería cultureta
MUSEOS. La señorita Adelina, la cursi y becqueriana niña de la estación a la que cantaba Concha Piquer, ya no tiene por qué pasar frío en los andenes. Ahora, Adelina echaría la tarde tan ricamente, en busca de un galán, recorriendo las tiendas de la estación, cosa que no ocurrirá porque ya ni las adelinas, caso de que quede alguna, buscan galán. Y hacen bien, porque los galanes salen rana siempre.
No se sabe si ahora construimos grandes centros comerciales a los que se adhieren vías de tren, muelles de autobuses y pistas de aterrizaje y despegue o si, al revés y en verdad, la intención primordial, como siempre había sido, es la de construir grandes distribuidores de transporte de viajeros. ¿Y el nuevo Bernabéu, qué va a ser, un campo de fútbol con sus gradas y todo o un hiperbólico centro comercial y de restauración con una cancha en el centro? Seguirá teniendo un museo, el más visitado, por cierto, de Madrid.
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Y los museos, precisamente, hace tiempo que se han apuntado al comercio y al ocio restaurativo. La primera vez que visité el Louvre tenía, creo recordar, una librería y un café. Pero años después, como un personaje de ¿Qué hiciste en la guerra, papi?, me perdí en sus catacúmbicas y laberínticas galerías comerciales, llamadas Le Carrousel, en las que hay toda clase de boutiques y restaurantes. Incluso joyerías. Comí en un peruano –¿o era un japonés?–, o eso o quedarme en ayunas.
BAZAR. En los museos nuevos, aparte de la singularidad del edificio firmado por un arquitecto estrella, por sí mismo apreciable y visitable, no se concibe la ausencia de un bien diseñado bar restaurante –con alguna estrella también, a ser posible– y de una extensa tienda. Que digo tienda, un bazar persa.
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Con excepciones, desde luego, los libros de historia y análisis crítico del arte ya no son, como antes fueron, lo esencial de estas tiendas. Ante nuestros ojos y deseos se extiende una abundante y variada quincallería cultureta –de paraguas a tazas, de pendientes a pañuelos de seda–, toda ella grabada con imágenes de cuadros célebres, que excitan nuestra vena consumista y que, mira, facilitan la aplazada compra de un regalo a nuestro amigo o familiar cumpleañero.
Además, son el paraíso de los niños, que se resisten al plan culturizador de sus padres hasta que descubren que siempre obtendrán un botín, que nunca saldrán de sufrir a Rothko, un decir, con las manos vacías. ¡Qué menos que un imán de Puppy! ¿Y las nuevas librerías? Como en Nueva York, oye, un sitio ideal para tomar café y, si se tercia, comprar un libro. ¡Vía libre al comercio! Cultural, por supuesto.