Eloy Tizón

Al comienzo de La trabajadora, Elvira Navarro habla de un "bar de paredes verdes, ligeramente inhóspito". Eso mismo puede aplicarse a su novela, que también es, no sé si verde, pero sí ligeramente inhóspita. En ella se recogen las voces de dos mujeres subempleadas que por necesidad económica comparten piso en las afueras de Madrid, ambas al borde de la quiebra psíquica. Esas voces confesionales son socavadas siempre por otras voces que las interrumpen, hasta formar un mosaico de relatos rotos, impidiendo la coagulación en un discurso único, abriendo agujeros de aire. La novela y la ciudad se corresponden: también la ciudad que se nos muestra, en los vagabundeos nocturnos que la protagonista emprende en solitario por los suburbios, está hecha de interrupciones, grietas, solares, edificios vacíos y mucho miedo, todo ello carente del menor significado, "con ese olor denso de la tierra que recuerda a la carne cruda, y arriba una franjita de luz y calle".



Luz y calle. Elvira Navarro ha escrito una novela de náufragos contemporáneos. Igual que Robinson Crusoe en su islote, en estas páginas hay una voluntad de recuento de posesiones, o más bien desposesiones, tanto materiales como sentimentales. La diferencia es que aquí la isla no está deshabitada, sino demasiado atiborrada de cosas, pero todas ajenas e inalcanzables. Esto provoca las convulsiones de la mente humana hacia la desintegración de la neurosis, que en sus mejores momentos recuerda, salvando todas las distancias, La campana de cristal de Sylvia Plath. Se trata de un libro aterido, de pelo húmedo, recorrido por el malestar de una fiebre fría y reptante. Ese escalofrío social nos retrata. La trabajadora es un selfie del momento presente, con nuestras caras en primer plano: una imagen ciertamente poco agraciada, ojerosa, de chándal barato y ansiolítico. Salimos mal.