Francisco Javier Irazoki
En las guías de Nueva York suele faltar una ruta literaria. Luce menos que las huellas artísticas de la Generación Beat en Greenwich Village. No incluye clubes de jazz, oratorios de la bohemia, edificios singulares. No importa; con cielo gris empiezo el itinerario. Se trata del trayecto que durante dos décadas Herman Melville recorre diariamente para ir a su trabajo. Sale de la vivienda, situada en el número 104 de la Calle 26, entre Lexington y Park Avenue, y camina hacia el tedio. Él, que ha estado cautivo en una tribu de caníbales, intenta con desgana adaptarse a los peligros de la rutina laboral. Desempeña el cargo de inspector de aduanas en los diques del East River. Ahí crece su nostalgia cuando conversa con los marineros o inspecciona la salida de las embarcaciones balleneras. Sufre otro retiro. A las largas travesías en barcos y a la celebridad por las páginas en que describe aquellas aventuras de juventud les sigue la indiferencia de sus lectores. Moby Dick no triunfa. Carece de ánimos para concluir la redacción de la novela Billy Budd, Sailor.Arruinado, Melville es acogido en el humilde hogar de su hermano; allí pasa el resto de la vida. Transcurren casi treinta años hasta su muerte silenciosa. También las obras que ha escrito permanecerán olvidadas en los decenios siguientes. Para que no queden dudas sobre el desdén de las autoridades, los urbanistas modernos deciden el derribo de la casa del escritor. Y llega el siglo XX. Un crítico, que hurga en los libros de lance, recupera unas cuantas novelas de Herman Melville y las difunde con elogios en los periódicos. Yo termino la caminata. Mientras va cayendo una lluvia mansa en Nueva York, me empapo de los últimos días de un hombre que continuó buscando su ballena blanca.