Preludio. Basilea, 1943
¿Era veneno? ¿Algo fuera de la ley? ¿Un riesgo sin sentido? No habría sabido decirlo. Llevaba todo el día inquieta, pensando que se estaba comportando como una tonta; porque si alguien en el edificio sabía bien lo que hacía, ese era su jefe. Desde que empezó a trabajar para él, hacía justo un año, nunca lo había visto dar un paso en falso; era minucioso, cauto, seguro y no ponía en peligro su integridad ni la de sus ayudantes. Algo que no se podía decir de todos los químicos que trabajaban allí. Algunos —no ignoraba los cotilleos— se volvían descuidados a medida que transcurría su jornada, no se tomaban la molestia de ponerse las gafas de seguridad o iban de un lado a otro con las pipetas de ácido nítrico o hidróxido de sodio como si estuviesen llevando la bolsa de la compra de camino a su casa, e incluso alguno (aunque se trataba de un rumor) bebía en el trabajo. ¿Y a quién le tocaba limpiar el desaguisado, cargar con la culpa y encubrirlos si era necesario, mentirle al mismo supervisor? A sus ayudantes de laboratorio, por supuesto. ¿A quién si no?
Herr Hofmann no era así. Siempre seguía todos los procedimientos de seguridad al pie de la letra, siempre, ya fueran las ocho de la mañana o las cinco de la tarde, ya estuvieran preparando los productos para el primer proceso del día o para el último. Ella admiraba su eficiencia, su atención al detalle y su profesionalidad, pero había muchos otros motivos. Para empezar, no tenía reparos en aceptar a una mujer como ayudante, la única en toda la compañía, y además no era un hombre sin sangre en las venas, sino que tenía carácter. Era amable hasta en los días malos, siempre tenía para ella una mirada amable o una sonrisa, y bajo su bata de laboratorio se intuían unos músculos trabajados, resultado del ejercicio y de las horas de entrenamiento en el club de boxeo. El cabello le empezaba a ralear, pero se peinaba hacia atrás como Adolphe Menjou, así que apenas se notaba, y usaba gafas en el laboratorio, que solo le hacían parecer más elegante. Puede que ella estuviera enamorada, puede que así fuese, aunque, por supuesto, no lo admitiría ante nadie, ni ante su mejor amiga, Dorothea Meier. Sin duda tampoco ante su madre, que si hubiera albergado la más mínima sospecha de que su hija tenía un idilio con un hombre mayor —un hombre casado, por si fuera poco, con hijos— se habría plantado en el edificio y se la habría llevado a casa a rastras y agarrada por el pescuezo.
Era abril. Al otro lado de las ventanas hacía un día radiante, el aire olía a primavera, el mundo cantaba, y ella estaba nerviosa. ¿Y qué si existía una larga y respetable tradición de científicos que habían experimentado consigo mismos? August Bier se abrió un agujero en su propia espina dorsal para averiguar si la cocaína inyectada directamente en el fluido cerebroespinal era un anestésico efectivo; Werner Forssmann se introdujo un catéter por una incisión en el antebrazo y a lo largo de una vena, hasta llegar al corazón; para comprobar si era posible hacerlo, Jesse Lazear se dejó picar por un mosquito infectado para demostrar que el insecto era el vector de la fiebre amarilla... Los fracasos eran tan abundantes como los éxitos. Lazear obtuvo la respuesta que buscaba, pero murió diecisiete días después, así que ¿de qué le sirvió? O a su mujer, si es que la tenía. Pero eso no iba a pasarle a su jefe, se dijo; no iba a pasarle nada. Él iba a tomar una dosis tan pequeña del compuesto —nada más que doscientos cincuenta microgramos— que no podía tener ningún efecto adverso, y en caso de que lo tuviera, ella estaría a su lado para ayudarle.
Esa mañana había llegado al trabajo de buen humor, sin sospechar lo que él tenía en mente; tampoco que iba a ser un día diferente a los demás. Hacía tan buen tiempo que había ido al trabajo en bicicleta, en lugar de tomar el tranvía, y el aire fresco y el sol la habían hecho sentir como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.
—Buenos días, fräulein Ramstein —le había dicho animadamente herr H. cuando ella cruzó la puerta, después de haber colgado la chaqueta en el armario y haberse puesto la bata de laboratorio. Estaba sentado en su mesa, había levantado la vista del cuaderno de notas y le sonreía—. ¿Ha visto usted cómo están brotando los narcisos? Es como si alguien alguien se hubiera dedicado a plantarlos mientras dormíamos.
—Sí, es verdad —murmuró ella—, todo está muy bonito. Antes de que nos demos cuenta ya será verano. Y como se trató de una conversación cotidiana, mejor que mejor, porque eso significaba que todo estaba muy tranquilo, el trabajo sería el de siempre, y nada iba a pasarle ni a ella ni a su jefe, ni ahora ni nunca.
Pero en ese momento, sin dejar de sonreír, él le dedicó una larga mirada y dijo:
—¿No le pareció a usted raro que el viernes por la tarde me fuera temprano a casa?
Se lo había parecido, pero no había dicho nada entonces y tampoco lo dijo ahora; se limitó a quedarse en el umbral, a la espera.
—Claro está, usted sabe que no es propio de mí. Creo que no he faltado a trabajar más que dos días en los... —hizo una pausa para reflexionar— catorce años que llevo en la compañía. Pero me sentía tan raro y desorientado que pensé que había cogido la gripe o que tenía fiebre o algo por el estilo. —Hizo un alto, le sostuvo la mirada, impidiendo que ella se moviera—. De todas formas, no era eso. No lo era en absoluto. ¿Sabe usted lo que era?
Ella no tenía ni la menor idea, pero fue entonces, en ese preciso instante, cuando algo comenzó a hacer tictac en su interior, igual que las bombas de relojería que los rebeldes usaban contra los ocupantes de Vichy y los Países Bajos.
—El producto, el compuesto. Usted sabe lo cuidadoso que soy, lo riguroso, en especial con los compuestos tóxicos. Pero nadie puede ser perfecto todo el tiempo y me di cuenta, a la mañana siguiente, de que, durante la recristalización, una traza de la solución entró en contacto con mi piel, en la muñeca o en el antebrazo, creo, o puede que impregnase las puntas de los dedos cuando me quité los guantes. Una traza. Nada más. Y le aseguro que nunca había experimentado nada igual. Fue como si estuviera embriagado, borracho de pronto, aquí mismo, en el laboratorio, a plena luz del día. Pero además, y lo que es especialmente extraño, cuando llegué a casa, toda clase de formas e imágenes fantásticas empezaron a girar ante mis ojos, incluso con los párpados cerrados.
Ella dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:
—Entonces lo probó.
—Sí —dijo él, y se levantó de la silla y cruzó la habitación para plantarse ante ella y escudriñarle los ojos como si buscara algo que hubiera perdido—. ¿Pero cómo? ¿Por qué? ¿Y qué significa esto?
No podía pensar. Le tenía demasiado cerca. Tanto que podía oler el caramelo que se estaba tomando para disimular su aliento.
—No sé —contestó—. ¿Que tuvo suerte? Él soltó una risa sonora.
—Suerte, exactamente. Aquí hay algo, lo sé, de veras.
—No —dijo ella retrocediendo un poco. Todas las precauciones, todas las reglas, todo cuanto había aprendido durante sus estudios, y el tiempo que llevaba como empleada fija, todas las historias horribles sobre intoxicaciones por error, salpicaduras y quemaduras cáusticas le atravesaron la mente como bandadas de aves con alas negras. Nunca verter agua en el ácido. Todos los materiales volátiles deben ser manipulados bajo la campana y con el ex-tractor encendido. Lleva siempre bata y guantes—. Lo que quiero decir es que ha tenido usted suerte de que no fuera peor. Ha tenido suerte —hizo una pausa y sintió crecer algo dentro de sí, una mezcla de miedo, pérdida y amor—, suerte de seguir vivo.