hervaciana

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Primeros capítulos

Gonzalo Hidalgo Bayal: recuerdos del internado

Avanzamos el comienzo de 'Hervaciana', el libro en el que el autor rememora sus años de estudiante en el Colegio de San Hervacio y que Tusquets publicará el 1 de septiembre

4 agosto, 2021 09:05

1. Adames

Como todo aquel que ha entretenido alguna vez su ocio componiendo sonetos o sacando de los alrededores discretas invenciones narrativas, yo también he declarado fervores juveniles que nunca con el tiempo han decaído: la poesía de Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, o Mientras agonizo, de William Faulkner. No escribiría lo que escribo, pienso, sin aquellos deslumbramientos, aunque, sin duda, puesto que los caminos de la providencia son tortuosos, otros hubieran sido los maestros y otras, por tanto, las maneras. Sean cuales sean los hitos del trayecto, todos los caminos conducen siempre a un mismo fin. Hay, sin embargo, otras circunstancias, de apariencia menor tal vez, pero que no sé si no habrán sido acaso, en el fondo, mucho más significativas y habrán procurado verdadero alimento al fuego secreto de cada cual y a su lenta combustión. En mi caso, una de esas circunstancias me ha acompañado desde antiguo. Habrá otras muchas, porque los hilos de cada trama son traviesos e incontables sus ramificaciones, pero de la circunstancia a la que ahora me refiero he tenido siempre nítida conciencia. Y en realidad puedo resumirla en una sola palabra: Adames. En mis años escolares, a quien yo admiraba con absoluta entrega, más incluso que a Juan Ramón Jiménez (Mientras agonizo llegó más tarde a mi pupitre), más que a todo el parnaso de las antologías académicas y de las lecturas escogidas, era a Adames, un alumno hervaciano, tres cursos mayor que yo, que, por encima de todo, era poeta. Más aún: era el poeta.

E incluso podría decirse (yo lo pensaba entonces) que era poeta, el poeta, a pesar de todos los pesares y de todos los impedimentos, que no me parecían a mí entonces menores, si bien con el tiempo he invertido el diagnóstico. Padecía un leve trastorno de comunicación que a nosotros (a mí, al menos), poco dados a actitudes intermedias, nos llevaba de la piedad a la anticipación y de la ansiedad a la condescendencia. A saber: tartamudeaba. Suplía con estrategias tonales las dificultades, pero no por ello dejaban de advertirse la intensidad de su incertidumbre y el arduo decoro de su desconcierto. Tal vez por eso, por quedarme cohibido y en suspenso ante la superficie de su esfuerzo, nunca se me ocurrió pensar (y no sé lo que habrá de disparatado o de sobrevenido en esta idea) que fuera de ahí precisamente de donde provenía su condición poética, bien porque los dioses hubieran decidido compensar las deficiencias orales con los dones de la inspiración, los siempre esquivos favores de las musas, o bien porque del empeño y la determinación con que combatía el atolladero, del grado de reflexión lingüística constante a que le conducían sus trabas y trabazones, surgieran, como de una fuente natural, la habilidad retórica, el equilibrio léxico y, quién sabe, la hondura de su pensamiento. No lo sé y tampoco tiene ya importancia: no cuenta el diagnóstico, sino la evidencia: era el poeta.

Y como a tal poeta (que, según he podido comprobar, no es una figura insólita en los distintos grupos sociales en que el azar o la administración me han incluido: hasta en los cuarteles hay siempre alguien señalado con tan sublime título) le llevé yo una tarde mis indecisas tentativas lleno de aprensiones y temores, para que me aconsejara, porque admiraba su aureola, pero buscando sobre todo su aprobación, su visto bueno e incluso sus elogios. Es uno de los síntomas de la mediocridad: nos satisface más el elogio que el consejo, el aplauso que la sugerencia. Y, como a su condición de poeta añadía una modestia y una sencillez inusuales, me sorprendió que, en alguna de nuestras charlas de atardecer (que solían tener lugar los jueves, el día intermedio con horas libres y de asueto), con la más absoluta naturalidad, como si estuviera ante un igual en aficiones y aflicciones, me dejara también disfrutar de las primicias de sus escritos. Fue así como, una vez que se estableció entre nosotros la rutina literaria, tuve acceso frecuente a sus papeles, como si mi condición de aprendiz conllevara el privilegio de seguir puntualmente sus inspiraciones, un privilegio, por lo demás, dada su discreción, exclusivo. Como creo que Adames se sabía poeta, pero no se creía el poeta, no se consideraba en posesión de la autoridad literaria que todos (yo el primero) le atribuíamos, ni, menos aún, investido de magisterio alguno, cuando me dejaba las cuartillas de su mecanografía, buscaba también la aprobación, el visto bueno y el elogio, al fin y al cabo, si yo era adolescente, él era joven. Naturalmente, todas esas tres cosas obtenía, la aprobación, el elogio y el visto bueno, y en grado sumo además, pues mi admiración era incondicional y mi entusiasmo nublaba todo juicio crítico, si es que algún juicio crítico cabía sobre sus escritos en mi entendimiento.

Gonzalo Hidalgo Bayal. Foto: José Luis Gálvez

Las causas de la admiración resultarían hoy evidentes. Adames había superado pronto, y con creces, los planteamientos adolescentes que a unos nos llevaban a las arias tristes de Juan Ramón Jiménez, a otros a las soledades castellanas de Machado, a otros a la imaginería gitana de Lorca, sin duda los tres modelos más adhesivos de la literatura escolar de aquellos años oscuros y aún no postreros, y a todos, en fin, a las desolaciones otoñales y a las patologías del crepúsculo. Frente a tanto remedo y tanta torpe mímesis, Adames había encontrado ya la expresión propia. Tal vez lecturas distintas, más amplias y originales que las nuestras, o cierta heterodoxia autodidacta, le habían llevado por otros derroteros y, en consecuencia, era tal vez la novedad formal del tono y la armonía del sentimiento lo que me cautivaba. No lo sé. Sí sé que todo lo que escribía me llenaba de asombro y que, mientras yo me empeñaba en romances vegetales, en tristezas amarillas y en superfluas lamentaciones de soledad y desamparo, con una exuberante euforia métrica, eso sí, él había sobrepasado los regocijos lastimeros y la noche oscura y se situaba con austero sosiego al otro lado del verso, del río y del horizonte. Si la adolescencia es una torpeza romántica y la madurez es serenidad clásica, Adames había incorporado los atributos clásicos y serenos de la madurez a la juventud. Y en la medida en que estamos condenados a lo imposible y a admirar lo que no podemos conseguir, yo admiraba sus poemas con la certeza de que nunca lograría escribir nada con aquella perfección. Aunque, por otra parte, si me detengo a recordar el contenido de sus escritos, no consigo recuperar nada más allá de la memoria visual: cuartillas mecanografiadas (no usábamos entonces folios ni holandesas e ignorábamos que hubiera otros formatos), versos largos e irregulares, variantes en tinta roja (aquellas cintas bicolores de las máquinas mecánicas) y alguna caligrafía marginal azul. Nada más. Ninguna otra cosa sabría decir sobre sus escritos. Recuerdo, pues, la sensación que me provocaban, recuerdo la serena placidez que flotaba en las cuartillas, pero sería incapaz de añadir adjetivos a una sustancia esquiva, que no era horizontal ni vertical, ni mística ni subversiva. Hay, sin duda, tanta ceguera en la admiración como gratitud en el estímulo. Mucho tiempo después, pensando, por una parte, que me atraía más de sus escritos el significado que el significante, dada la definición de sema en el diccionario de uso como cada uno de los rasgos de que se compone el significado de una unidad léxica, y en consonancia con mi inveterada adhesión a los caprichos fónicos, ideé un palíndromo al respecto: Sema da Adames. Es una broma, pero no sé si no responde cabalmente a la verdad: Adames como complemento directo de la acción del significado y de su eficacia transitiva.

Con el tiempo y con la edad abandonamos el régimen hervaciano, supongo que Adames antes que yo, por pura cronología, pero no lo recuerdo. Si no concurren anomalías o turbulencias, los finales escolares (como la mayoría de los finales) se diluyen en un olvido plácido, se desvanecen sin dolor o, como mucho, perduran de manera difusa, nebulosa, sin contornos ni perfiles. No recuerdo, pues, en qué momento desapareció Adames ni cuándo cesaron nuestras conversaciones, cuándo desocupó su habitación, cuándo, en fin, dejé de oír su palabra entrecortada y de leer la mecanografía irregular de sus cuartillas. De hecho, apenas guardo recuerdo alguno del fin de mis propios años escolares, que llegó sin énfasis, por la inercia de la edad, y que no hace al caso ahora, pues nada tiene que ver con Adames. Los cursos se suceden con la regularidad de las estaciones y a ello hay que sumar la rutina académica, la inercia de las horas, la ansiedad del fin, la lejanía de junio, los desajustes del mañana. Por lo demás, no puedo decir que me olvidara de Adames por completo, pero tampoco que lo recordara a menudo: supongo que su imagen, su figura, su voz y sus escritos se fueron desvaneciendo en la memoria o fueron poco a poco desalojados de modo imperceptible por otras novedades, otros fervores, otras aflicciones.