Aquella máquina de escribir no reventó mi destino. Me equivoqué al pensarlo cuando aún era joven e ignorante; cuando todavía no había archivado en mi memoria palabras como violencia, amargura, desolación o rabia, y era incapaz de anticipar los desgarros que la vida me tenía previstos. No, mi destino no lo trastocó un inocente mecanismo destinado a juntar letras. Ojalá hubiese sido así, pero el porvenir me reservaba un azar distinto. Trescientos cincuenta kilos de explosivos depositados en los bajos de un hotel en Jerusalén: algo infinitamente más siniestro.
El verano de 1945 nos trasladó al Cercano Oriente; atrás dejamos una España hambrienta y sumisa, y una Europa masacrada que iniciaba su reconstrucción con doloroso esfuerzo. Un año y unos meses antes, por convencimiento mutuo y para protegerme ante indeseables contingencias en mis funciones como colaboradora de los servicios secretos británicos, Marcus y yo contrajimos matrimonio en Gibraltar un ventoso día de marzo, con la Península a un lado y el norte de África al otro, los territorios dispares y entrañablemente cercanos que tanto significaban para nosotros.
En lugar de una ceremonia al uso, nos sometimos a un mero trámite oficial tan breve como austero; el Peñón se encontraba militarizado desde los túneles hasta su pico más alto y casi desierto de población civil, evacuados todos desde el principio de la segunda gran guerra por temor a que los alemanes los acabaran invadiendo. No hubo flores ni fotografías, ni siquiera anillos en
aquel despacho de The Convent, la residencia del gobernador. Marcus presentó su documentación bona fide, un pasaporte diplomático a nombre de Mark Bonnard, su verdadera identidad: lo de Logan no era más que una cobertura para tiempos turbios. Tras los «I do» de rigor, yo formulé el juramento protocolario de lealtad al monarca en mi frágil inglés, y de inmediato expidieron otro documento con mi nueva filiación. Sira Bonnard, antes Arish Agoriuq, antes Sira Quiroga, acababa de convertirse en flamante súbdita de la Gran Bretaña. Mis últimas palabras fueron apenas un murmullo: «So help me God». Quizá nadie se dio cuenta pero en el momento de pronunciarlas no pude evitar emocionarme: pese a la frialdad del procedimiento, con él ratificábamos una alianza capaz de superar adversidades y turbaciones, fronteras y distancias.
De vuelta a Madrid, el certificado de matrimonio y mi nuevo pasaporte quedaron bajo custodia de la embajada y nosotros continuamos llevando vidas aparentemente dispares, viéndonos siempre a escondidas, él manteniendo sus actividades, idas y venidas en pro de su país, y yo reportando información sonsacada a las esposas de los dirigentes nazis, encubierta bajo la apariencia de la cotizada modista que llegó a la capital como caída del cielo.
Cuando Alemania firmó su rendición y ordenó el cese de todas sus operaciones bélicas a principios de mayo del 45, yo cerré aquel taller de Núñez de Balboa que en su día me habían montado los ingleses y me instalé con Marcus en su casa. No me resultó fácil abandonar mi oficio, las labores que habían colmado mis días generándome satisfacciones y orgullo, contactos y réditos. A tenor de los aconteceres de los últimos tiempos, sin embargo, dejar de coser resultó un alivio: lo que fue mi trabajo desde la niñez se había terminado convirtiendo en una tarea ingrata a costa de tratar con una clientela de indeseables ante las que debía mostrar hipócritamente mi cordialidad más fraudulenta. Me llegó a parecer que las telas y los patrones tenían el peso de las losas, los hilos se me tornaron sogas que me estrangulaban y el mero hecho de probar mis piezas sobre cuerpos de mujeres a las que despreciaba me acabó resultando una tarea vomitiva. Dejar de engañar, olvidarme de todas ellas y no tener que encubrir nada calmó mi desazón y me devolvió el sosiego.
Era consciente, no obstante, de que aquella convivencia nuestra en el escueto piso de la calle Miguel Ángel sería breve. El desmoronamiento del Tercer Reich y la victoria de los aliados marcaban también el final de la misión en la Península de mi hasta entonces clandestino marido. Llegaba el momento de replantearnos un futuro y nuestros intereses apuntaban en direcciones dispares.
El afán de Marcus era que nos trasladáramos a Inglaterra, contribuir a devolver la prosperidad a su patria. Yo, por mi parte, también ansiaba salir del Madrid de los apagones, la propaganda gritona, el pan negro y las revanchas, donde en cada casa había algún muerto al que llorar, la gente aún dormía con el rencor debajo de la almohada y a los niños les rapaban las cabezas para que no se los comieran los piojos. No, no quería seguir en ese ambiente tremebundo, prefería que mis hijos nacieran en un sitio sin rastros de horror en las calles ni desesperanza en los rostros de las gentes. Le propuse por eso volver a Marruecos, bajo su calidez luminosa, cerca del ayer y de mi madre. Ansiaba alejarme de los escenarios de esa furtiva existencia nuestra repleta de encubrimientos y mentiras, olvidarnos de quienes fuimos y empezar a mostrarnos tal como éramos a cara descubierta, sin falsedades ni incógnitas ni miedos.
Ambos deseos, sin embargo, se hicieron humo apenas unas semanas más tarde, cuando todavía nos estábamos acostumbrando a caminar juntos por las aceras sin sentirnos siempre alerta y aún nos costaba trabajo asumir que podíamos hacer públicamente cosas tan simples como ir a un cine de la Gran Vía o bailar en Pasapoga hasta la madrugada. El requerimiento que Marcus recibió era taxativo. Lo reclamaban para un nuevo puesto en la Palestina bajo el Mandato Británico. «Incorporación inmediata, esposa bienvenida», me tradujo en voz alta. Un nuevo quehacer bajo
el paraguas del Secret Intelligence Service. Él no aclaró más. Yo preferí no seguir preguntando.
A pesar del desconcierto, me esforcé para no mostrar mi decepción abiertamente. De haber conocido mi actitud y de no haber sido inglés mi marido, en la Sección Femenina se habrían sentido orgullosas: ahí estaba una española de raza cumpliendo con el modelo de cónyuge abnegada que el nuevo régimen franquista imponía, obediente y dispuesta, el ángel del hogar, la casada perfecta. Al fin y al cabo, yo no era más que una costurera que ya ni siquiera cosía, mientras que Marcus, gracias a sus eficientes desempeños, se había convertido en un valor cotizado al servicio de su Gobierno. Más allá de las obligaciones matrimoniales, sin embargo, lo cierto era que el tiempo no había hecho más que consolidar el amor volátil que había nacido entre nosotros en Tetuán, cuando yo no era más que una muchachita acobardada y él un joven agente que caminaba apoyándose en un bastón y se hacía pasar por periodista.
Los engranajes que movían al todavía grandioso Imperio británico habían dispuesto ahora, en definitiva, un traslado que no cuadraba con la intención inicial de Marcus de restablecerse en su propio país y mucho menos con mi pretensión de retornar a África. Pero como la insubordinación y el desacato no tenían cabida entre nuestros principios, organizamos ropa y pertenencias en dos baúles y unas cuantas maletas y a finales de junio emprendimos ruta hacia un nuevo lugar en el mundo, con un breve tránsito en Londres: el tiempo justo para que Marcus recibiera instrucciones, para que pudiéramos ver a su madre y para constatar con nuestros ojos la triste realidad de otra capital atribulada.
Enfrentarme a la desconocida Lady Olivia Bonnard me generaba una ansiedad desconcertante. Yo, que llevaba años bandeándome con tino entre ejemplares humanos de todo pelaje, me sentí súbitamente insegura. ¿Así debo llamarla, con el Lady por delante?, susurré a Marcus al llegar a nuestro encuentro, con la vista fija en la fachada de estuco blanco, deslucida, desconchada y aun así espléndida. Él me guiñó un ojo con un gesto que no logré interpretar. Quizá pretendía, irónico, tranquilizar mis nervios de esposa novata ante la figura siempre inquietante de una suegra. O quizá me estaba tan sólo previniendo sobre el tipo de mujer que nos esperaba en aquella residencia de The Boltons, en el área de Brompton, Kensington: una zona cuya distinción no había servido de blindaje frente a las sanguinarias acometidas de la aviación alemana.
Casa y propietaria parecían acoplarse a la perfección: castigadas y a la vez formidables, armoniosas tanto en sus esqueletos como en sus entrañas. Un tanto en decadencia ambas, pero dignas y enteras. Imponentes. Por fortuna, yo llevaba años acumulando pericia en las artes del fingimiento y había aprendido a moverme con desenvoltura en ambientes plagados de gentes distintas y extravagancias de todas las tonalidades; gracias a eso, me tragué mi nerviosismo inicial y logré mantener el aplomo durante aquel primer té en ese jardín hermoso y asalvajado. Simulando seguridad, desplegué todo mi charme, aireé mis mejores maneras y me limité a dosificar sonrisas templadas e intervenciones breves. Me comporté, en definitiva, como la más adorable de todas las posibles esposas.
En correspondencia, la actitud de ella hacia mí circuló por ratos entre los mínimos de la cortesía propia de su buena cuna, algún gesto de desdén y una etérea indiferencia. En absoluto coincidió su imagen con cómo la había yo anticipado: la supuse austera y sobria, acorde con los tiempos de dureza que el país había sufrido y seguía sufriendo. Pero se me descuadró por completo. Olivia Bonnard era de otra pasta.
Con su rostro anguloso y una larga trenza plagada de canas sobre el hombro izquierdo, envuelta en una gastada túnica de terciopelo, fumando uno tras otro los Chesterfield americanos que Marcus le había conseguido en Madrid a través del estraperlo, Lady Olivia incluso se encargó de darle a mi moral más de un pellizco. No ocultó alguna mueca altiva ante mi inglés imperfecto y en un par de ocasiones fingió que no recordaba cómo debía pronunciar mi nombre: ¿Saira? ¿Sirea? ¿Seira?; en otros momentos me dejó con una frase a medias para inclinarse a meterle en la boca un pedazo de sándwich de pepino a alguno de sus perros, los tres medio locos, uno cojo, todos viejos.
A todas luces le resultaba incómodo aceptar como nuera a una extranjera sin raigambre ni fortuna, procedente de un país cerril, atrasado y católico donde matarse entre hermanos se había convertido en una sanguinaria costumbre.
En quien sí volcó su afecto fue en Marcus, el que fuera el mayor de sus hijos, el único descendiente vivo en esa menguada familia que ya sólo contaba con ellos dos como miembros. A la muy británica manera, apenas tuvieron contacto físico: ni besos, ni abrazos ni zarandajas. Tan sólo, en algún momento, ella le revolvió el pelo con sus dedos huesudos, eso fue todo. Pero la sintonía era indudable, y destilaban complicidad, y se parecían en el color verdoso de los ojos, en las venas que les recorrían el cuello, hasta en la forma de las orejas. Encadenando temas de conversación con un inglés afilado que me costó seguir, en varios instantes de su imparable charla ella soltó algunos chispazos cargados de elegante sarcasmo que a él le hicieron reír a carcajadas, relajado como pocas veces, con sus largas piernas cruzadas sobre la hierba crecida y los ojos entrecerrados por el sol del verano en el jardín de su infancia: el agente curtido y escéptico con los cuarenta cumplidos, aniñado por unos momentos bajo el ala protectora de su madre.
La guerra ha sido dura para ella, musitó Marcus al entrar de nuevo en el auto que nos llevaría hasta Heathrow. Como si quisiera justificarla. La contemplamos a través de la ventanilla: nos veía marchar desde el escalón más alto de la entrada, estoica entre las dos sucias columnas de estuco que sostenían el porche, insólitamente majestuosa bajo su vieja túnica, con los perros tarados a los pies, un pitillo entre los labios y esa singular melena. La moral victoriana en la que se crió le impedía expresar abiertamente sus sentimientos; tan sólo agitó una mano para decirnos adiós. Aun así, yo intuí que, al despedirse de su hijo, un nudo como un puño prieto le atoraba la garganta.
Viuda de Sir Hugh Bonnard, perdió a su única hija a causa de una meningitis antes de acabar la adolescencia y al menor de los hijos varones, piloto de la RAF, en combate al principio de la Batalla de Francia. Sin haberse dedicado a otra cosa en su vida más que a las ociosidades propias de su condición y sexo, el dolor y el patriotismo contagioso del momento la llevaron a partir de entonces a sacudirse la indolencia y abrir su casa a quien la necesitase, con afán de ayudar en lo posible. Incluso malvendió algunos de sus muebles, muchos de sus bronces, joyas y cuadros, porcelanas, pieles y alfombras: el dinero que obtuvo lo dedicó a paliar las necesidades de aquellos desgraciados a los que la diosa fortuna se olvidó de tocar con su vara. Algo de eso ya me había contado Marcus en Madrid, aunque en tono meramente informativo. Ahora, en cambio, lo hacía desde las tripas mientras al paso de nuestro vehículo me iba mostrando los estragos de los bombardeos en los alrededores. La grandiosa propiedad de Bladen Lodge cercana a su casa ya no era más que un desmonte lleno de escombros, la vecina iglesia anglicana de Saint Mary The Boltons se había quedado sin órgano, sin vidrieras, sin techo. Hasta la verja de hierro que circunvalaba el parque la habían arrancado para fundirla y dedicarla a la fabricación de armamento.
La noticia del fin de la guerra había llenado a los londinenses de júbilo: más de un millón de seres abarrotaron tras el anuncio las zonas del centro, llegando en autobuses y camiones abarrotados, en carros, andando, corriendo, en metro, en bicicleta. Los aviones sobrevolaron la ciudad festivos, por el aire sonaron las sirenas de los remolcadores del río y las campanas arrebatadas de las iglesias. Las masas se amontonaron gritando hasta la afonía, cantando, riendo, aplaudiendo y agitando banderas tocados con sombreros de papel, alejados de toda solemnidad, liberados del pánico. En Piccadilly Circus, muchachos de uniforme formaron largas congas con muchachas radiantes vestidas de
domingo, montones de jóvenes se metieron con los pantalones arremangados en la fuente de Trafalgar Square; el rey, la reina y el primer ministro Winston Churchill, asomados al balcón de Buckingham Palace, fueron aclamados con fervor y aplausos gozosos.
Para cuando Marcus y yo realizamos nuestra breve parada en su ciudad, sin embargo, de aquella victoriosa euforia colectiva apenas quedaba rastro. Habían pasado ya casi dos meses, y ahora todo era realidad y cruda certeza. Los casi seis años de guerra dejaban paso a una Gran Bretaña empobrecida, arrasada y exhausta. Además de los centenares de miles de soldados caídos o malamente heridos en los distintos frentes del continente, los bombardeos de la Luftwaffe alemana causaron la muerte de más de sesenta mil civiles en las islas, casi noventa mil heridos y montones, montones de gente sin hogar, sin trabajo, sin aliento. El Blitz se llevó por delante sólo en Londres más de cuarenta mil inmuebles, reduciéndolos a cascotes, hierros retorcidos, madera quemada y cenizas. Faltaba de todo, vivienda y alimentos, materiales de construcción, carbón, ropa. Las arcas del Tesoro estaban secas y las deudas contraídas acumulaban magnitudes gigantescas, todas las esquinas supuraban abatimiento.
Sentí una inmensa sensación de desahogo al subir a nuestro avión de la BOAC para perder de vista esa isla ajena a la que, sin embargo, estaba irremediablemente atada por un pasaporte y un marido. Ni siquiera miré a través de la ventanilla, tan sólo agarré de la mano a Marcus y cerré con fuerza los ojos cuando iniciamos el despegue. Con él a mi lado, estaba segura, todo sería llevadero.
Siguiendo una de las clásicas rutas del Imperio, la primera escala nos llevó hasta Malta; continuamos luego hasta El Cairo y aterrizamos por fin al día siguiente en el pequeño aeródromo de Lydda, construido una década antes sobre suelo palestino por los ingleses.
Cómo podría imaginar, mientras descendíamos las escalerillas de aquel Avro York para pisar Tierra Santa, que tan sólo tardaría un año y medio en retornar a ese Londres en ruinas.
Cómo anticipar los tramos de la vida, escabrosos y desventurados, que Olivia Bonnard y yo terminaríamos recorriendo juntas. Sin Marcus. Sin avenirnos. Sin entendernos.