21 de agosto de 1944
La lucha continúa...
Hoy, 21 de agosto, en el momento en que sale esta edición, está concluyendo la liberación de París. Tras cincuenta meses de ocupación, de combates y de sacrificios, París vuelve a nacer al sentimiento de libertad, pese a los disparos que, repentinamente, estallan en alguna esquina.
Pero sería peligroso empezar de nuevo a vivir con la ilusión de que la libertad que se le debe a todo individuo se le ha concedido sin esfuerzo ni dolor. La libertad se merece y se conquista. Es combatiendo contra el invasor y los traidores como las Fuerzas Francesas del interior están restableciendo en nuestra tierra la República, inseparable de la libertad. Es combatiendo como la libertad y la República triunfarán.
La liberación de París no es sino una etapa en la liberación de Francia, y aquí hay que tomar la palabra «liberación» en su acepción más amplia. La lucha contra la Alemania nazi sigue adelante, y proseguirá sin desfallecer. Pero por más que sea la más dura de las luchas, en la que está movilizada toda Francia, no es la única que debemos llevar adelante.
No bastaría con volver a conquistar las apariencias de libertad con las que debía contentarse la Francia de 1939. Y no habríamos cumplido sino con una ínfima parte de nuestra tarea si la República francesa de mañana se hallase, al igual que la Tercera República, bajo la estricta dependencia del Dinero.
Sabemos que la lucha contra los poderes financieros fue por mucho tiempo uno de los temas favoritos de Pétain y de su equipo. Pero sabemos también que nunca sintió más el peso del Dinero nuestro pueblo que desde julio de 1940, es decir, desde la época en que, elevando a los traidores al poder, unió este de forma deliberada para conservar e incrementar sus privilegios, sus intereses, a los de Hitler. No fue casual que viéramos sucederse en los consejos de ministros de Vichy a los Laval, los Bouthillier, los Baudouin, los Pucheu, los Le Roy Ladurie.
No fue casual que al frente de los principales comités llamados de «organización» colocaran a «organizadores» cuyas relaciones con el proletariado, en la mayoría de los casos, no habían sido nunca sino relaciones de amos y criados.
Mediante esta lucha que proseguimos, junto con los Aliados, contra los ejércitos hitlerianos, no tardará mucho en quedar todo el territorio francés completamente liberado. Pero nuestra libertad es a nosotros a quienes nos corresponde implantarla.
La lucha continúa.
21 de agosto de 1944
De la resistencia a la revolución
Han sido precisos cinco años de lucha obstinada y silenciosa para que un periódico, nacido del espíritu de resistencia, publicado sin interrupción salvando todos los peligros de la clandestinidad, pueda aparecer por fin a la luz del día en un París liberado de su vergüenza. eso es algo que no es posible escribir sin emoción. esta alegría emocionada que empezamos a leer en los rostros de los parisinos es también, y más aún quizá, la nuestra. Pero la tarea de los hombres de la resistencia no ha concluido. Hubo el tiempo de aflicción, cuyo fin estamos viendo. nos resulta fácil darle a la alegría el tiempo que le corresponde. toma en nuestros corazones el lugar que durante cinco años ocupó la esperanza. también en esto seremos fieles. Pero el tiempo que llega ahora es el del esfuerzo en común. La tarea que nos espera es de tal envergadura y de tal magnitud que nos obliga a acallar el grito de nuestra alegría para pararnos a pensar en el destino de este país por el que tanto hemos luchado. en el primer día de su aparición pública, el propósito de los hombres de Combat es el de decir tan alto y tan claro como sea posible lo que cinco años de tozudez y de verdad les han enseñado acerca de la grandeza y de las debilidades de Francia.
Estos años no han sido en vano. Los franceses que entraron en ellos por el simple reflejo de un honor humillado salen con una ciencia superior que, en adelante, les hace situar por encima de todo la inteligencia, la valentía y la verdad del corazón humano. Y saben que estas exigencias, de apariencia tan general, les crean obligaciones cotidianas en el ámbito moral y político. en resumidas cuentas, en 1940 no tenían sino una fe; tienen una política, en el sentido noble de la palabra, en 1944. empezaron por la resistencia, quieren acabar por la revolución.
Lo que sabemos
No creemos ni en los principios elaborados de antemano ni en los planes teóricos. Será en los días por venir, con nuestros sucesivos artículos y con nuestros hechos, cuando definamos el contenido de esta palabra, «Revolución». Pero por el momento presta sentido a nuestro gusto por la energía y por el honor, a nuestra decisión de acabar con el espíritu de mediocridad y con los poderes financieros, con un estado social en que la clase dirigente traicionó todos sus deberes y careció a un tiempo de inteligencia y de corazón. Queremos llevar a cabo sin demora una auténtica democracia popular y obrera. En esa alianza, la democracia aportará los principios de la libertad y el pueblo, la fe y el valor, sin los que la libertad no es nada. Opinamos que cualquier política que se aparte de la clase obrera es vana. Francia será el día de mañana lo que sea su clase obrera.
Lo que queremos
He aquí por qué queremos conseguir que se pongan en marcha inmediatamente una Constitución en la que la libertad y la justicia recuperen todas sus garantías, las reformas estructurales en profundidad sin las que una política de libertad es un engaño, la destrucción inmisericorde de los trust y de los poderes financieros, la definición de una política exterior fundamentada en el honor y la fidelidad a todos nuestros aliados sin excepción. En el actual estado de cosas, esto se llama una Revolución. Es probable que pueda llevarse a cabo con orden y tranquilidad. Pero, fuere como fuere, tal es el coste para que Francia recupere ese rostro puro que hemos amado y defendido por encima de todo.
Muchas cosas en este mundo trastocado no dependen ya de nosotros. Pero nuestro honor, nuestra justicia, la felicidad de los más humildes de entre nosotros, todo eso nos pertenece como algo propio. Y será salvaguardando o creando esos valores mediante la destrucción sin flaqueza de instituciones y de clanes que se han entregado a la tarea de negarlos, y mediante el espíritu revolucionario nacido de la resistencia, como daremos al mundo y nos daremos a nosotros mismos la imagen y el ejemplo de una nación a salvo de sus peores errores, que surge de cinco años de humillaciones y de sacrificios con el juvenil rostro de la grandeza recuperada.
22 de agosto de 1944
El tiempo de la justicia
El Gobierno de Vichy se ha desvanecido, convertido en humo.
Con el primer envite aliado contra París, con el primer golpe de la insurrección, esos hombres que a fuerza de gobernar contra la nación habían acabado por olvidarse de ella creyeron que aún podían engañarla y no han reconocido nada del rostro francés en esa cara convulsa de entusiasmo e ira que el país volvía hacia ellos. Se han ido.
Quienes, de entre ellos, fueron los más crueles han sido también los más cobardes. Darnand y Déat han salido huyendo. Pero quienes, de entre ellos, nunca dejaron de trampear y de mentir se han ido también con trampa y mentira. Laval y Pétain han intentado dar a entender que se los llevaban a la fuerza. El presidente de la espantada y el mariscal de la confusión fueron al menos fieles a sí mismos aunque no lo fueran a Francia.
Pero la confusión y la espantada han dejado de ser posibles. Y de eso se trata, de decirlo muy alto.
No hay diferencia entre Laval y Pétain porque en determinadas circunstancias no hay diferencia entre la traición y la abdicación.
Esos hombres, que nos lo racionaron todo menos la vergüenza, que bendecían con una mano mientras mataban con la otra, que sumaban la hipocresía al terror, que durante cuatro años vivieron en una espantosa mezcla de sermones morales y de ejecuciones, de homilías y de torturas, esos hombres no pueden esperar de Francia ni olvido ni indulgencia.
Hemos tenido la imaginación precisa ante los miles de noticias de nuestros hermanos detenidos, deportados, asesinados o torturados.
A esos hijos muertos que metían a patadas en los ataúdes los hemos llevado dentro durante cuatro años. Ahora vamos a tener memoria.
No somos hombres que odien. Pero no nos queda más remedio que ser hombres justos. Y la justicia quiere que quienes han matado y quienes han permitido matar sean responsables por igual ante la víctima, incluso aunque los que encubrían el asesinato hablen hoy de doble política y de realismo. Pues ese lenguaje es el que más despreciamos. No hay dos políticas, solo hay una, y es la que compromete: la política del honor.
En 1940 comenzó una época en que todas las palabras y todos los hechos comprometían. Y quienes se hicieron cargo entonces de lo que llamaban el «destino de Francia» se hicieron cargo también de las cabezas que empezaron entonces a rodar y de los rostros desfigurados por las balas. No hay «realismo» que valga que pueda seguir en pie ante este lenguaje sencillo.
Y ese juramento que nunca pronunciamos, pero que en nuestro fuero interno les hicimos a nuestros camaradas muertos, lo cumpliremos hasta el final.
23 de agosto de 1944
No pasarán
¿Qué es una insurrección? Es el pueblo en armas. ¿Qué es el pueblo? Es la parte de una nación que no quiere arrodillarse nunca.
Una nación vale lo que valga su pueblo, y, si alguna vez hubiéramos sentido la tentación de dudar de nuestro país, la imagen de sus hijos a pie firme, con los puños erizados de fusiles, nos colmaría con la certeza abrumadora de que esta nación está a la altura de sus mayores destinos y de que va a conquistar su renacimiento al mismo tiempo que sus libertades.
- Se trata, por supuesto, de la consigna de los republicanos españoles, de quienes Camus se sentía muy cercano. Ellos y España aparecen, como se verá, en varios editoriales y también en algunos artículos.
El cuarto día de la insurrección, tras el primer retroceso del enemigo, tras un día de tregua engañosa que interrumpían asesinatos de franceses, el pueblo de París siguió la lucha y alzó sus barricadas.
El enemigo emboscado en la ciudad no debe salir de ella. El enemigo en retirada que quiere entrar en la ciudad no debe penetrar en ella. No pasarán.
A los escasos franceses que, mutilados en su memoria y su imaginación, olvidadizos del honor e indiferentes a la vergüenza, sentados en su confort personal, podrían preguntar: «¿Merece la pena?», hay que contestarles aquí.
Un pueblo que quiere vivir no espera a que le traigan su libertad. La coge. Y así se ayuda a sí mismo al tiempo que ayuda a quienes quieren ayudarlo. Cada alemán que no salga de París será una bala menos para los soldados aliados y para nuestros camaradas franceses del Este. Nuestro porvenir, nuestra revolución están por completo en este presente, rebosante de los gritos de la ira y de los furores de la libertad.
No somos nosotros quienes hemos elegido matar. Pero nos han puesto en la tesitura de matar o de ponernos de rodillas. Y, aunque hayan intentado hacernos dudar de ello, sabemos, después de estos cuatro años de terrible lucha, que no somos una raza que se ponga de rodillas.
Por más que sigan queriendo todavía hacernos dudar, también sabemos que somos una nación con mayúscula. Y una nación con mayúscula lleva las riendas de su destino tanto en el orgullo cuanto en la vergüenza.
Supimos llevar la carga de nuestra derrota; no son las cargas de la victoria las que nos van a hacer retroceder.
El 21 de agosto de 1944, en las calles de París, empezó un combate que para todos nosotros y para Francia entera concluirá con la libertad o con la muerte.
24 de agosto de 1944
La sangre de la libertad
París dispara todas sus balas en la noche de agosto. En este gigantesco decorado de piedras y aguas, alrededor de este río de olas preñadas de historia, las barricadas de la libertad una vez más se han alzado. Una vez más hay que pagar la justicia con la sangre de los hombres.
Demasiado sabemos de este combate, demasiado integrados en él estamos en carne y corazón y aceptamos sin amargura esa condición terrible. Pero también sabemos demasiado lo que está en juego y la verdad que lleva consigo y no rechazamos el arduo destino con el que no nos queda más remedio que apechar solos.
El tiempo demostrará que los hombres de Francia no querían matar y que entraron con las manos puras en una guerra que no escogieron. ¡Qué gigantescas han tenido que ser sus razones para que dejen caer de golpe los puños en los fusiles y disparen sin tregua, en la oscuridad de la noche, sobre esos soldados que pasaron dos años creyendo que la guerra era fácil!
Sí, sus razones son gigantescas. Tienen el tamaño de la esperanza y la hondura de la rebelión. Son las razones del porvenir para un país al que tanto tiempo han querido mantener rumiando, mohíno, su pasado. París pelea hoy para que Francia pueda hablar mañana. El pueblo está en armas esta noche porque alberga la esperanza de una justicia para mañana. Hay quienes andan diciendo que no merece la pena y que, con paciencia, París se liberaría a bajo coste. Pero eso es porque perciben confusamente a cuántas cosas amenaza esta insurrección, cosas que seguirían en pie si todo esto ocurriera de otra forma.
Es preciso, antes bien, que quede muy claro: nadie puede pensar que una liberación conquistada esta noche, entre esta sangre, vaya a tener el rostro apacible y domesticado con el que a algunos les gusta soñar. Este parto terrible es el de una revolución.
No es posible albergar la esperanza de que unos hombres que han pasado cuatro años luchando en silencio y días enteros entre el estruendo del cielo y de los fusiles consientan en ver regresar a las fuerzas de la abdicación y la injusticia bajo forma alguna. No es posible esperar que estos hombres, que son los mejores y los más puros, vuelvan a estar dispuestos a hacer lo que pasaron veinticinco años haciendo los mejores y los puros, y que consistía en amar en silencio a su país y en despreciar en silencio a sus jefes. Este París que lucha esta noche quiere mandar mañana. No por el poder, sino por la justicia; no por la política, sino por la ética; no por el dominio de su país, sino por su grandeza.
De lo que estamos convencidos no es de que se hará, sino de que ya se está haciendo hoy, entre el sufrimiento y el empecinamiento del combate. Y por eso es por lo que más allá del padecimiento de los hombres, pese a la sangre y la ira, esos muertos insustituibles, esas heridas injustas y esas balas ciegas, no son palabras de arrepentimiento sino que son palabras de esperanza, de una terrible esperanza de hombres aislados con su destino, las que hay que pronunciar.
Este París enorme, a oscuras y caluroso, con sus dos tormentas, en el cielo y en las calles, nos parece, en último extremo, más iluminado que aquella Ciudad de la Luz que nos envidiaba el mundo entero. Estalla con todos los fuegos de la esperanza y del dolor, tiene la llama del valor lúcido y todo el resplandor no solo de la liberación, sino de la libertad cercana.
25 de agosto de 1944
La noche de la verdad
Mientras las balas de la libertad silban aún por la ciudad, los cañones de la liberación cruzan las puertas de París entre gritos y flores. En la más hermosa y la más calurosa de las noches de agosto, el cielo de París mezcla con las estrellas de siempre las balas trazadoras, el humo de los incendios y los cohetes de mil colores de la alegría popular. En esta noche sin igual concluyen cuatro años de una guerra monstruosa y de una lucha indecible en la que Francia bregaba con su vergüenza y su rabia.
Quienes nunca perdieron la esperanza ni en sí mismos ni en su país hallan bajo este cielo su recompensa. Esta noche vale sobradamente un mundo, es la noche de la verdad. La verdad en armas y en lucha, la verdad poderosa después de haber sido tanto tiempo la verdad de las manos vacías y el pecho descubierto. Está por todos lados en esta noche en que el pueblo y el cañón atruenan a un tiempo, tiene el rostro triunfante y exhausto de los combatientes de la calle bajo las laceraciones y el sudor. Sí, es efectivamente la noche de la verdad y de la única que vale, la que consiente en luchar y vencer. Hace cuatro años, unos hombres se alzaron entre escombros y desesperación y afirmaron, tranquilos, que nada estaba perdido. Dijeron que había que seguir adelante y que las fuerzas del bien seguían pudiendo ganarles a las fuerzas del mal a condición de pagar el precio requerido. Pagaron ese precio. Y fue, desde luego, un precio gravoso; tuvo todo el peso de la sangre, el espantoso peso de las cárceles. Muchos de esos hombres murieron, otros llevan años viviendo entre paredes ciegas. Ese era el precio requerido. Pero esos mismos hombres, si pudieran, no nos reprocharían esta terrible y maravillosa alegría que nos colma como una marea.
Pues esta alegría no les es infiel. Antes bien, los justifica y dice que tuvieron razón. Unidos en el mismo sufrimiento durante cuatro años, lo estamos también en la misma embriaguez, nos hemos ganado nuestra solidaridad. Y caemos en la cuenta con asombro, en esta noche conmovedora, de que durante cuatro años nunca estuvimos solos. Hemos vivido los años de la fraternidad.
Todavía nos esperan arduos combates. Pero la paz volverá a esta tierra despanzurrada y a esos corazones a los que atormentan esperanzas y recuerdos. No se puede vivir siempre de crímenes y de violencia. Llegará el tiempo de la felicidad y del cariño justo. Pero esta paz no nos hallará dispuestos a olvidar. Y a algunos de nosotros el rostro de nuestros hermanos, desfigurados por las balas, y la gran fraternidad viril de estos años no nos dejarán nunca. Que nuestros camaradas muertos conserven para sí esta paz que se nos promete en la noche jadeante y que ellos conquistaron ya; nuestro combate será el suyo.
A los hombres no se les regala nada, y lo poco que pueden conquistar se paga con muertes injustas. Pero no es ahí donde reside la grandeza del hombre. Reside en su decisión de ser más fuerte que su condición. Y si su condición es injusta, solo tiene una forma de ir más allá: ser justo él. Nuestra verdad de esta noche, la que planea en este cielo de agosto, es precisamente consuelo para el hombre. Y la paz de nuestro corazón es, como fue la de nuestros camaradas, el poder decir ante el regreso de la victoria, sin pensar en volver atrás ni en reivindicar nada: «Hicimos lo que había que hacer».