La misma piedra
Son las tres de la tarde en uno de los días más calurosos del verano madrileño. Me pongo un vestido ligero, una gorra para protegerme del sol, cojo el teléfono, las llaves de casa y me acerco a la calle Mesón de Paredes, a escasos cien metros de la mía. La recorro arriba y abajo, pero no encuentro lo que busco: una pequeña placa de bronce incrustada en el suelo, que llevará inscrito un nombre que todavía no conozco, la fecha de su nacimiento, de su exilio, de su deportación, el nombre del campo de concentración en el que fue confinado, la fecha de su muerte. Sé que está en esta calle, pero subo y bajo por ella bajo un sol inclemente y no la encuentro. Estoy a punto de abandonar el empeño, pensando en las paradojas de la memoria: cuando sales a su encuentro, se vuelve huidiza, resiste, no se materializa. Pero hace demasiado calor como para filosofar. Me digo que ya volveré en otro momento, pero entonces recibo un mensaje de mi pareja. Ha encontrado la dirección exacta en internet: Mesón de Paredes, 60. Acabo de pasar por la acera de enfrente, en sombra, y no la he visto. Retrocedo y ahora sí, la veo brillar en la distancia. Tengo que arrodillarme para leerla bien: «Manuel García García, nacido 1915, exiliado 1939, Stalag Trier, deportado 1941, Mauthausen-Gusen, asesinado 3.7.1942». Paso mi mano por encima, apenas se nota el desnivel entre el suelo y la placa. Sólo puede provocar un pequeño traspiés al transeúnte. En el portal de al lado un grupo de jóvenes senegaleses con sus hatillos llenos de bolsos para vender en la calle me miran y me sonríen. Igual piensan que estoy loca, ahí arrodillada, igual saben exactamente qué significa ese adoquín conmemorativo.
No es la única placa de este tipo en Madrid. Se espera la colocación de un total de 449, como parte del proyecto Stolpersteine del alemán Gunter Demnig cuyo objetivo es conmemorar internacionalmente a víctimas del nazismo y del fascismo. Stolpersteine significa literalmente «piedras con las que tropiezas». Yo he salido a buscarla, pero muchos se tropezarán con ella cuando menos se lo esperen y conocerán por lo menos a uno de los 9.300 españoles exiliados de la guerra civil que huían a Francia con el avance de las tropas franquistas. Al cruzar la frontera eran detenidos y llevados a campos de internamiento franceses. Muchos fueron alistados forzosamente en el ejército francés, otros huyeron y se sumaron a la Resistencia, otros (incluyendo mujeres y niños) fueron enviados, por mediación del ya dictador Francisco Franco, a campos de concentración. Como Manuel García García.
Conmemoramos los aniversarios, recordamos a los muertos, nos seguimos espantando ante la crueldad sin límites de los genocidas, erigimos museos y «lugares de memoria» donde circunscribimos la experiencia de la víctima a un tiempo pasado, interpretado, cerrado. Cuando recordamos a las víctimas del fascismo o el nazismo nos centramos en el horror y la injusticia de su muerte, pero olvidamos que muchas de ellas no fueron víctimas porque pertenecían a una comunidad étnica sino porque defendían proyectos políticos cuyo propósito era transformar el mundo en el que vivían. La iniciativa de las Stolpersteine en Madrid es loable como forma de hacer presente la memoria del horror fascista y nazi y la complicidad del franquismo con él, pero también es necesario recuperar la memoria de la lucha y la resistencia frente a ese horror. Por eso celebro la publicación en España de Telefónica, la novela hasta hace poco inédita que Ilsa Barea-Kulcsar escribió en 1939 sobre su experiencia en la guerra civil española. Tal vez en Austria y otros países europeos conozcan a la autora como Ilse Kulcsar por su labor de activista socialista en la Austria y la Europa de entreguerras. En España ha sido conocida hasta recientemente como la «mujer de» Arturo Barea, un gran escritor que luchó a favor de la República española durante la guerra civil y cuya obra La forja de un rebelde, traducida por Ilsa Barea, es uno de los libros más importantes de la literatura española del exilio. Pero Ilsa fue mucho más que la mujer de este escritor y su traductora. Fue una militante que estuvo dos veces en la cárcel, que trabajó en el aparato de comunicación y censura de la República española durante la defensa de Madrid, traductora y escritora. Ilsa Barea-Kulcsar es también una figura simbólica, ya que representa el carácter internacionalista del antifascismo y del feminismo que llevó a muchas mujeres a participar activamente en la política y en la defensa de la democracia, mujeres que el avance de los totalitarismos en España y en Europa condenó al exilio, cuando no a la cárcel y la muerte.
En un artículo de 1974 para Il Corriere della Sera, Primo Levi escribía:
Cada tiempo tiene su fascismo: se observan las señales premonitorias allí donde la concentración de poder niega al ciudadano la posibilidad y la capacidad de expresar y ejercer su voluntad. A esto se llega de muchas maneras, no necesariamente por medio del terror de la intimidación policial, sino negando y distorsionando la información, corrompiendo la justicia, paralizando la educación, difundiendo de muchas y sutiles maneras la nostalgia de un mundo en el que el orden reinaba soberano y en el que la seguridad de unos pocos privilegiados descansaba sobre los trabajos forzados y el silencio forzado de muchos.
Nuestro tiempo también tiene su fascismo. Todas las señales que Levi reconoció en 1974 están aquí hoy, pero seguimos sin ser capaces de frenar el avance de la ultraderecha en Europa, ni siquiera luchar contra la creciente normalización de su discurso, aunque lo reconozcamos. Porque no es más que una reificación de aquel que llevó a millones de personas a la muerte y que ahora, como entonces, se centra en la demonización del diferente. Hoy los «otros» son los inmigrantes, las comunidades LGTBI, los musulmanes, las feministas, y cualquiera que se oponga a sus intereses es definido de inmediato como antipatriota. Así justifican la exigencia de un Estado fuerte y persiguen la libertad de expresión y de prensa, los derechos humanos y civiles, la independencia del poder judicial (como vemos en Polonia o Turquía, donde la ultraderecha nacionalista ha llegado al poder). Mientras tanto, la Unión Europea hoy es poco más que sus políticas económicas. Desde su creación, ha establecido una hoja de ruta basada en intereses económicos que excluyen o que son incompatibles con el ejercicio de la solidaridad con los más desprotegidos, quienes son precisamente las víctimas de la ultraderecha actual.
Conmemorar es necesario, pero también lo es activar políticas de memoria que reivindiquen la lucha de hombres como Manuel García García y mujeres como Ilsa Barea-Kulcsar contra el fascismo, que visibilicen la corriente emancipadora y democrática que recorrió Europa señalando a los que pronto se convertirían en verdugos, que recuerden que permitir la normalización de los discursos de odio nos convierte a todos en cómplices. Igual así no volvemos a tropezar dos veces con la misma piedra.