En julio de 1914, cuando Ana partió de Constantinopla con destino a Rusia, dejó atrás la digna Constantinopla del siglo pasado. La Constantinopla de su abuela y de su madre. La Constantinopla de los movimientos lentos de los cocheros y de los estibadores, y también del barrio europeo donde la sombra de las abuelas aún planeaba por encima de las cocinas con los braseros y las hachuelas de destazar. Aquélla era la época en que la Virgen extendía su mano y paraba la lluvia cuando Loxandra hacía la colada. «Virgen Santa, no me vayas a hacer una mala pasada y vaya a llover hoy», decía Loxandra, y en Constantinopla ese día no caía ni una gota de lluvia.
En agosto de 1920 , cuando Ana volvió de Rusia, pasó del medievo al siglo XX de un solo salto.
La plaza de Karaköy estaba abarrotada de militares ingleses y franceses, de soldados griegos, de refugiados rusos, de judíos, levantinos y griegos que habían amasado su fortuna recientemente.
Los estibadores y los arabadzides habían desaparecido... Ahora circulaban... ¡automóviles!
En las angostas callejuelas de Gálata, los camiones del ejército francés bocineaban hasta dejarte sordo y eran capaces de matar a la gente con tal de rebasar a los vehículos ingleses que corrían como omnipotentes ángeles del cielo... ¡Ay de los derrotados!
Nous avons gagné la guerre..., cantaba la Madelon de la victoire invitando a cervezas en los bares y en los grill rooms que habían proliferado por todos lados como champiñones. Ya ni en la confitería de Retzepis se podía entrar porque frente a su puerta había apilados un montón de barriles de cerveza vacíos.
Uno que se parecía al gobernador general de la provincia de Astracán deambulaba por el puente de Gálata con una bandeja en las manos vendiendo pirozhkí.
Tres Johnnies ebrios, frente a la panadería de Karaköy, querían golpear al bugatsero porque no vendía whisky.
Los organillos, con banderitas griegas clavadas entre las flores de papel que enmarcaban el retrato de Pulú, tocaban melodías patrióticas como «Los muchachos de la Defensa han echado fuera al Rey, y Dagklis y Kunduriotis, la igualdad traen a nosotros...».
¡Fotografías de Elefterios Venizelos en los cafés! Y por doquier, la gente entonaba al unísono el largo camino a Tipperary...
En Pera, ahí donde está el hotel Londres, era imposible pasar, porque una decena de soldaditos jóvenes se había puesto a media calle a bailar un kalamatianós. Y en la avenida principal el tránsito estaba detenido porque los escoceses, ataviados con pieles de leopardo, desfilaban tocando sus gaitas y golpeando sus tambores.
El hotel Tokatlian daba la impresión de un cadáver hinchado que acabó por reventar. Frente a sus puertas pululaba un hervidero de gusanos: empresarios, agentes extranjeros, traficantes de droga, proxenetas y prostitutas de todos tipos. Un lujo desvergonzado, una juerga enloquecida, ¡un carnaval! La gran ramera de Babilonia, vestida de púrpura y escarlata y adornada de oro, se paseaba por las calles de Pera y de Gálata.
Ochi chiorniye... sonaba una y otra vez en los café-chantant. «¡Quiero vivir! ¡Traed champaña!», cantaban las aristócratas rusas vendiendo sus últimos diamantes para pagar el espumoso vino.
Levantinas y judías de Avanos y Tahtakale llevaban velo y se hacían pasar por turcas, porque había demanda de colorido local y las turcas de verdad se habían escondido.
Un negro senegalés del regimiento de Mac Mahon se comió la teta de una gran duquesa rusa. Y dos bailarinas del Bolshói, de puro miedo, sufrieron convulsiones frente al Galatasaray.
A Ana le daba vueltas la cabeza. Arrastrando los pies, intentaba subir la cuesta de Akartsa preguntándose: «¿Y Tatavla? ¿Seguirá donde la dejé?».
En lo que llegaba a Tatavla, cayó la noche. Las ventanas de las casas comenzaron a encenderse paulatinamente. Había muchas puertas abiertas y gente sentada afuera, tomando el fresco. Algunos eran conocidos, pero nadie la reconoció. Como una sombra venida de otro mundo, Ana fue pasando frente a ellos, hasta que llegó a la iglesia de San Demetrio y dio vuelta a la izquierda. Al cabo de muy poco fue a dar frente a la casa de la tía Agathó, donde estaba segura de encontrar a su mamá. Miró hacia arriba, todo estaba oscuro. Se detuvo un momento, los dientes apretados, la frente perlada de sudor, «¡Ay, Dios mío!, ¿y si se han muerto?».
«Miau...». Un gato se frotó contra su pierna. Un gato gris. Un gato peludo como el Aslán que tenían. Como el As... ¡Aslán!
—¡Aslán! ¡Aslán!—exclamó Ana llorando—. Aslán que- rido, ¿dónde está Dick? ¿Dónde está nuestro perrito? ¿Se murió?
Una ventana del primer piso se abrió y se oyó un «¡No lo puedo creer!».
Cuántos años hacía que Ana no había oído ese «¡No lo puedo creer!» de la tía Agathó.
Y segundos más tarde la voz histérica de su mamá: —¡Me voy a volver loca! ¡Sostenedme! ¡La niña!
Dos ventanas se iluminaron. Una puerta rechinó. La escalera de arriba crujió. Porque así era esa escalera, crujía.
«Ya están bajando», pensó Ana, y sabía que en cuanto alcanzaran el pie de la escalera, tropezarían con la mesita en la que está el jarrón chino y comenzarían a discutir.
Lo dicho, ya empezaron.
—Pero mujer, ¡qué manía la tuya de poner esta mesita aquí! ¡Un día nos vamos a matar!
Y la tía Agathó:
—Pero si su lugar es éste, ¿dónde quieres que la ponga, Klío?
El lugar de la mesita era ése, cerca de la escalera. El lugar del taburete pequeño, frente al sillón de terciopelo. Y cuando te sentabas en el canapé, no tenías taburetito para los pies. Y es que en las casas, cada objeto tiene su lugar, porque cuando Dios hizo las mesitas y los taburetes y todo lo habido y por haber, lo colocó, en su inmensa sabiduría, tal y como luego lo encontraron las amas de casa en sus hogares. Y las amas de casa, todas, son iguales. Los zares pueden ser derrocados en Rusia, la faz de la tierra puede cambiar, pero a Varvara Vasílievna le sigue mortificando que caiga agua en su sillón de raso —ese sillón que unos días después sería lanzado por la ventana junto con sus otros muebles y acabaría, cojo, en la acera—. Y Praskovia Afanásievna, con tal de no perder ninguno de sus enseres domésticos, decidió quedarse en su casa, que estaba en la zona del fuego, y acabó quemándose viva. Lo mismo podría haberle ocurrido a la tía Agathó, y a su mamá... Pero no, ahí estaban, tal como las dejó.
—¡Que no te me adelantes, te digo!
Detrás de la puerta discutían por quién cogería primero la llave, quién levantaría primero la tranca. «¡Amorcito!...».
«¡Amorcito!». Algunas palabras resuenan como un semantron en el oído, como una voz venida de otro mundo. De un mundo que ya no existe, y runrunean nostálgicas en el mundo que empieza.