Raúl del Pozo, 25 años barajando los naipes
"Vació en ella con extrema brillantez lo que la vida golfa y nocturna, le había dejado en la cabeza y en los dedos", escribe Arturo Pérez-Reverte en el prólogo de 'Noche de tahúres'
28 octubre, 2019 17:30Palabras barajadas como naipes
Conocí a Raúl del Pozo en 1973, en el diario Pueblo, donde ya entonces se había labrado a pulso y en pocos años, desde la nada y sin otra ayuda que su talento, una fama firme de reportero brillante, columnista finísimo y escritor notable. Aquella fama incluía también otras facultades y habilidades que, sin pertenecer directamente al ámbito de nuestra profesión, le permitían ejercerla con singular eficacia: era guapo, era simpático, era buena persona, tenía amigos hasta en el infierno y se movía como pez en el agua por el Madrid golfo y canalla en el que con tanto aprovechamiento podía abrevar en esa época un periodista despierto, con hambre de vida y oficio.
En aquel diario irrepetible que fue Pueblo, de agresivos titulares, fotos espectaculares en primera página y gran tirada, se daba cita, junto a Raúl, casi todo lo mejor que en ese momento tenía el periodismo español: José María García, Tico Medina, Yale, Juan Pla, Miguel Ors, Alfredo Marquerie, Vasco Cardoso, Pilar Narvión, Manolo Marlasca, Carmen Rigalt, Julio Camarero, Rosa Villacastín, José Ramón Zabala, Manolo Cruz, Antonio Casado, Juana Biarnés, Julia Navarro, Gurriarán, Julio Merino, Paco Cercadillo, Pepe Molleda, Vicente Talón, Raúl Cancio, Chema Pérez Castro, Fernando Latorre y otros cuya nómina interminable no cabe en este prólogo pero que, dicho en corto, incluía a muchos de los mejores periodistas de España.
Todos ellos eran profesionales de élite, capaces de enganchar con un titular y una entradilla a cientos de miles de lectores. Eran príncipes y princesas de la redacción. Aristócratas del oficio. Y en aquel diario mítico, entonces el más famoso y leído, donde firmar en primera página —a los pazguatos de ahora les ha dado por llamarla portada— era literalmente tocar la gloria, algunos aprendimos cuanto podía aprenderse de ese tiempo dorado, cuando en las redacciones aún había periodistas de raza y fotógrafos y reporteros de leyenda; ésos a los que deseabas, con toda tu alma, emular y parecerte. Y más en un diario como aquel, poblado por una cuadrilla de desalmados de ambos sexos, de formidables cazadores de noticias, de depredadores rápidos, implacables y geniales, capaces de jugarse a las cartas, al cierre de la edición, la nómina del mes cobrada horas antes, dormir la borrachera de ese día tirados en el sofá del pasillo, mentir, trampear, disfrazarse, dar sablazos a los colegas, engañar a los compañeros para llegar antes al objetivo, robar de casa del muerto la foto con marco de plata incluido, vender a la madre o la hermana propias a cambio de obtener una sonora exclusiva. De reírse, en fin, del mundo y de la madre que los parió, con la única excepción del sagrado titular en primera página.
En aquel mundo palpitante que se reinventaba a sí mismo cada día empezando de cero, en aquel gozoso campo de batalla con hilo musical de teletipos y tableteo de Olivettis, aromatizado de olor a papel y tinta fresca, Raúl del Pozo vivió, como confiesa él mismo, los años más felices de su vida. Y me es fácil creerlo, pues a mí me sucedió exactamente lo mismo. Ahora, tanto tiempo después, él y yo cenamos con cierta frecuencia con algunos amigos más jóvenes —nuestras famosas cenas en Lucio con Antonio Lucas, David Gistau, Manuel Jabois y Edu Galán—; y no hay una sola noche en la que no acabemos hablando de Pueblo, ni en la que nuestros comensales no terminen escuchando, fascinados, el hilo de memoria que, con palabras e imágenes tan admirables como su prosa, Raúl desgrana para ellos, para nosotros, para él. Y cada vez, al llegar a ese punto, se le apicara la sonrisa. Los ojos se le velan de feliz melancolía, y los nombres, los lugares que amueblaron su existencia dilatada y variopinta reviven de modo mágico en sus recuerdos.
De aquel tiempo, de aquella vida, Raúl se llenó los bolsillos de personajes y palabras. Con todo ello ejerció el oficio, y así lo sigue haciendo. Su formidable capacidad para la descripción, la imagen, el hallazgo del término justo o la metáfora definitiva y contundente se mantienen, no sólo intactos, sino afinados con los años y el oficio. Siempre fue el suyo, sobre todo, un oído prodigioso, capaz de capturar lo exterior y barajarlo con pasmosa naturalidad, como el tahúr que mueve los naipes sobre un tapete. Y esa palabra, tahúr, no es en absoluto casual, como tampoco lo es que figure en el título de esta novela que ahora, veinticinco años después de su publicación, es reeditaba con todos los honores. En 1994, Raúl vació en ella con extrema brillantez lo que la vida golfa y nocturna, la de los garitos, casinos y burlangas que llegó a conocer tan bien, le había dejado en la cabeza y en los dedos que ametrallaban la máquina de escribir: palabras exactas como disparos, acuñadas con el esmero de un artesano y talladas con la pericia de un joyero minucioso. Hay en la novela huella indudable de buenas lecturas sobre el mundo del juego y sus protagonistas, el azar de la ruleta o los naipes y las pasiones que los acompañan; pero hay, sobre todo, una veta áurea personal hecha de vida, contada no desde la frialdad de un observador externo sino con la evidencia de que circuló antes por las venas y las entrañas de su autor. Quien escribe mientras la bola dibuja su cábala en la madera de colores y números en el último salto, en la mirada del jugador se dibuja toda la angustia, sabe muy bien de qué habla.
Y sobre todo, las palabras: el verdadero botín de la vida del autor. Y no sólo las leídas y las escuchadas, capturadas al paso con la presteza del carterista rápido, sino también las forjadas por él mismo, y en especial la formidable combinación expresiva de unas y otras. Noche de tahúres es muchas cosas asombrosas, pero sobre todo es un catálogo formidable del habla del hampa en torno al mundo del juego; un registro riguroso enraizado en los clásicos picarescos del Siglo de Oro que se prolonga casi hasta ahora mismo: un deslumbrante despliegue de algunas de las muchas audacias que un idioma como el castellano, o español, hace posibles. Por eso esta novela de Raúl del Pozo figura hoy entre las fuentes documentales que la Real Academia Española atesora para trabajar en el ámbito de la jerga del mundo del juego. Veinticinco años después de su aparición, eso la convierte en un clásico. De ahí la oportunidad de su reedición, y del honor que para mí supone prologarla.
Arturo Pérez-Reverte
De la Real Academia Española